Introducción a la Apología de Platón IOHANNES GERMANVS
Estructura, conceptos clave y propósito de la Apología de Sócrates
(2000)

Traducción por Atrium Philosophicum
ADEPTVRIS DOCTRINAM ***
Tabla de contenidos
- Una premisa hermenéutica
- El proceso contra Sócrates y las acusaciones formales en que se basó
- Las verdaderas razones por las que Sócrates fue llevado a juicio, sus acusadores y características del juicio
- Los criterios y la estructura dramática adoptados por Platón en la Apología de Sócrates
- Estructura del primer discurso
- Los primeros acusadores de Sócrates
- Los segundos acusadores de Sócrates
- El mensaje filosófico de Sócrates y sus conceptos básicos: el hombre es su alma y el fin supremo de la vida del hombre es el cuidado del alma
- Conclusión del primer discurso
- El segundo discurso y la inversión estructural de los planes: Sócrates presenta su mensaje y su actividad conexa como merecedores no de un castigo sino de una gran recompensa
- El tercer discurso y la posterior inversión de planes: Sócrates se eleva por encima del juez y asume el papel de juez de sus jueces
- La muerte de Sócrates
- Las reacciones de los atenienses tras la muerte de Sócrates
- Conclusiones
Una premisa hermenéutica
Partiremos de una premisa hermenéutica: la Apología debe ser leída y entendida como el documento más conspicuo, veraz y comunicativo que se nos presenta sobre la figura y el pensamiento de Sócrates como filósofo.
En buena medida, las dos obras más leídas de Platón son el Fedón y la Apología de Sócrates. En ambas obras el heroico protagonista de excepcional catadura es Sócrates. Pero la forma como nos es presentado en una y otra obra difiere de manera significativa. Esto conlleva toda una serie de consecuencias que conviene poner de manifiesto. La diferencia fundamental es la siguiente: en el Fedón Sócrates se presenta ante todo como dramatis persona y, bien podríamos decir, como una máscara emblemática del filósofo por excelencia. Aunque se refiere a datos históricos muy concretos (sobre todo al final), Platón pone en su boca doctrinas que no son en absoluto socráticas, sino descubrimientos propios. En particular, pone en boca de Sócrates una exposición clara y sistemática de la teoría de las ideas y sobre ella basa el concepto del alma y la demostración de su inmortalidad. En otras palabras, en el Fedón Platón utiliza la máscara de Sócrates para presentar los puntos clave de su doctrina, que, si bien desarrollan algunos elementos del maestro, van mucho más allá de él, empujándolo hasta los extremos de una dimensión metafísica.
Por contra, en la Apología de Sócrates Platón no introduce, salvo incidentalmente, rasgos específicos derivados de su propia doctrina. Nos presenta pues un Sócrates real y no una máscara dramática, eliminando todos esos rasgos adicionales, es decir, toda esa serie de implicaciones y consecuencias que extraía al hablar a través de esa máscara, para mostrarnos el personaje real y mostrarnos su mensaje final, al menos en ese modo preciso en que él los había visto y entendido.
Como prueba de lo hasta aquí afirmado, conviene destacar algunas advertencias precisas que el propio Platón nos hace, pero que con demasiada frecuencia son pasadas por alto o no se comprenden adecuadamente.
Platón se refiere a sí mismo sólo tres veces en sus obras. Precisamente lo hace en las dos obras de las que hablamos: una vez en el Fedón y dos veces en la Apología.
En el Fedón afirma no haber estado presente en la muerte de Sócrates y escribe: «Platón, creo, estaba enfermo» (59b). En la Apología, sin embargo, reitera de manera incisiva su presencia en el proceso (cf. 34a y 38b). En el segundo de los pasajes citados —38b—, Platón incluso se sitúa en la primera fila entre aquellos que estaban dispuestos a pagar la multa para redimir a Sócrates de la condena. Leamos el pasaje: «Pero Platón aquí presente, Varones atenienses, y Critón y Critóbulo y Apolodoro me mandan que me condene a treinta minas, que ellos salen garantes; tendréis en ellos, y para este dinero, garantes dignos de todo crédito».
El significado de estos mensajes es claro: en el Fedón Platón indica con un preciso juego dramático que lo que dirá no es una narración histórica; en la Apología, sin embargo, se sitúa en la dimensión objetiva, que en la terminología moderna podríamos llamar verdad histórica.
Además, habría que tener en cuenta otra importante cuestión. Sólo la Apología lleva el nombre de Sócrates en el propio título, mientras que en todos los demás diálogos, en los que Sócrates también es protagonista, el título del diálogo lo da el deuteragonista. La razón de esto radica en que en los otros diálogos Sócrates es presentado predominantemente (y en algunos casos incluso exclusivamente) como una máscara emblemática del filósofo, mientras que en la Apología es presentado no como una máscara, sino como un personaje real, y por eso su nombre aparece en el título.
Por supuesto, se podríamos objetar que las distintas fuentes de las que obtenemos información sobre Sócrates difieren entre sí. Jenofonte en particular, la fuente más rica después de Platón, ofrece una imagen más matizada y, en todo caso, de mucha mayor relevancia. ¿Podemos decir entonces que Platón, en la Apología, amplió o incluso falsificó la verdadera imagen de Sócrates?

Una respuesta posible a este problema es —en nuestra opinión— sencilla. Aunque Platón amplió la imagen de Sócrates, al hacerlo no modificó la cosa en sí, sino que, como mucho, podríamos decir, como en un espejo de aumento, destacó ciertos rasgos de ella, permitiéndonos comprenderla mejor y, en ciertos aspectos, de manera casi perfecta.
Sin embargo, otras fuentes, particularmente Jenofonte, son como un espejo que te hace más pequeño. Por otra parte, es correcto decir: quidquid recipitur, ad modum recipiēntis recipitur.1«aquello que se recibe, se recibe según la forma del recipiente» (vide Tommy, Summa Theologiae, Ia, q. 75, a. 5). De hecho, la excepcional grandeza del carácter de Sócrates tenía como consecuencia que no pudiera ser recibido de otro modo, precisamente según la medida de las capacidades de quien lo recibía.
En cualquier caso, hay una contraprueba que confirma la veracidad de la Apología de Sócrates.
Al tratarse de un juicio de Estado el que llevó a la condena de Sócrates a muerte, si Platón hubiera mentido en sus escritos, habría sido culpable ante el propio Estado, con toda una serie de consecuencias fácilmente imaginables. El gran número de jueces y también del público que asistió al proceso, en todo caso, hizo imposible cualquier falsificación, o en todo caso modificaciones significativas de las cosas sucedidas y dichas, por parte de un discípulo de la fama y calibre de Platón.
El proceso contra Sócrates y las acusaciones formales en que se basó
El acontecimiento al que se refiere la Apología, como ya hemos dicho más arriba, es el proceso mismo seguido contra Sócrates en el año 399 a.C. Mientras que la acción representada a lo largo del escrito es precisamente la gran defensa del filósofo en el proceso.
El propio Platón nos lo dice bien: «Sócrates, dice, es culpable de pervertir a los jóvenes; de no reconocer a los Dioses reconocidos por la Ciudad, sino a otros daimonios nuevos» (24b-c) Jenofonte confirma esta acusación casi con las mismas palabras: «Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud» (Memorabilia, I 1). En el siguiente apartado leeremos también el documento que contiene la acusación formal, cuyo texto se ha conservado para nosotros y que se corresponde perfectamente con lo que escriben Platón y Jenofonte.
Pero ¿por qué Sócrates fue llevado a un juicio de tal envergadura que implicó la pena de muerte, y cuál fue la acusación precisa a la que se le sometió? El propio Platón nos lo dice bien: «Sócrates, dice, es culpable de pervertir a los jóvenes; de no reconocer a los Dioses reconocidos por la Ciudad, sino a otros daimonios nuevos» (24b-c) Jenofonte confirma esta acusación casi con las mismas palabras: «Sócrates es culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la juventud» (Memorabilia, I 1). En el siguiente párrafo leeremos también el documento que contiene la acusación formal, cuyo texto se ha conservado para nosotros y que se corresponde perfectamente con lo que escriben Platón y Jenofonte.
Esta acusación no fue privada, sino que, según las leyes vigentes en Atenas, se consideró un juicio estatal. Hay que tener presente que las cuestiones relativas a los dioses y a los cultos religiosos eran competencia de la Ciudad, que en esta materia tenía una soberanía casi absoluta en ciertos aspectos. Ofender a los dioses de la Ciudad era considerado un acto de ofensa contra la Ciudad misma. La acusación que se hizo contra quienes así hicieron, la sustanciación del juicio posterior y su celebración fueron, en consecuencia, asuntos de Estado. Más aún si, como en el caso de la acusación dirigida contra Sócrates, las ideas religiosas en cuestión eran consideradas una fuente de corrupción de los jóvenes y, por tanto, de los ciudadanos.
Los dioses en los que Sócrates no creía eran los dioses de la tradición mitológica. Y rechazó a tales dioses por dos razones. En primer lugar, consideró absurdas e incompatibles con el concepto de lo divino las conductas que se les atribuían. La mitología hablaba de terribles disputas entre los dioses, de luchas y conflictos incluso entre padres e hijos, de adulterios, perjurios y otras cosas de ese tipo, de las que los dioses eran culpables, tal como proceden los hombres, e incluso de maneras todavía peores. Al sacerdote Eutifrón, en el diálogo del mismo nombre, Sócrates le dice expresamente: «Así, ¿piensas que, en realidad, hay guerra de unos dioses con otros y enemistades terribles y batallas y muchas otras cosas a éstas parecidas que nos refieren los poetas, y esotras cosas sagradas que tan vistosamente nos presentan los buenos artistas, y el velo que en las grandes Panateneas se lleva a la Acrópolis y que de tales vistosos bordados está lleno? ¿Diremos, Eutifrón, que todas estas cosas son verdad?» (Eut., 6b-c). La naturaleza de Dios, según Sócrates, debe ser pensada de un modo totalmente diferente, en una relación estructural e incontrovertible con la justicia y la bondad.
En segundo lugar, Sócrates rechazó la teología tradicional también por las consecuencias éticas que conllevaba. No era posible fundar sobre esa teología un modo de vida moralmente ordenado y santo. De hecho, todos los pecados humanos podrían justificarse apelando a la conducta de los propios dioses, ya que el hombre podría defenderse de todo pecado cometido diciendo que tal o cual dios se había comportado de la misma manera en circunstancias similares a las suyas (véase República, II 377e-378c). Por tanto, la naturaleza de Dios debe ser pensada de un modo totalmente diferente a lo que enseñaba la teología mítica tradicional. Como ya hemos mencionado más arriba, el dios debe coincidir con la naturaleza misma del bien.

Pero Sócrates también fue acusado en el acta de introducir nuevas deidades. ¿A qué se refería esta acusación? No se refería al concepto filosófico que subyacía en sus críticas a los dioses tradicionales, sino a una cierta «señal divina» o «voz divina», o daimonion, que afirmaba haber sentido dentro de sí desde que era niño. Además de en la Apología (cf. 27c ss.; 31c-d; 40a-b; 41d), Platón habla también del daimonion socrático en otros diálogos, como en el Eutidemo (272e), la República (496c), el Fedro (242b-c) y el Teeteto (151a).
Pero ¿en qué consiste este «daimonion»? Las palabras precisas e inequívocas que Platón utiliza para ilustrar esto no deberían dejar lugar a dudas. En primer lugar, el daimonion es un signo interno, es una voz íntima. En segundo lugar, esta voz no incita a Sócrates a hacer ciertas cosas, sino que más bien le impide hacerlas; Así que no lo alienta, sino que se opone a él. Jenofonte en las Memorabilia (I 1,4; IV 8,1), contrariamente a Platón, dice que el signo divino a veces empujaba a Sócrates a actuar positivamente: pero esto es casi con certeza una amplificación de un hecho operado por el propio Jenofonte de manera indebida. En tercer lugar, es una voz que Sócrates oye dentro de sí mismo, pero que cree que no viene sólo de su conciencia, sino de Dios mismo, de ahí la expresión daimonion (acontecimiento, fenómeno, hecho divino).
Como era de esperar, muchos han considerado que era preciso ir más allá de lo que nos ha sido dicho para llegar a una explicación satisfactoria. Y, al hacerlo, siguieron dos caminos opuestos: por un lado, algunos llegaron a identificar el «signo» o «fenómeno divino» con un demonio, personalizándolo. Por otro lado, sin embargo, muchos han ido en la dirección opuesta, identificando el daimonion simplemente con la voz moral de la conciencia, o incluso con la voz del inconsciente.
Lo que surge claramente de los textos es que la verdad está en el medio: el daimonion es, como decía, una voz interna de la conciencia, pero representa ese momento de la conciencia que entra en relación con lo divino.
No se trataba de una nueva divinidad, como decía el escrito de acusación, sino de una relación especial de Sócrates con lo divino, en la medida en que sentía que esa voz provenía de algo que trascendía su propia conciencia. En resumen, aquel daimonion socrático expresaba ese punto de encuentro de lo humano con lo divino, en una dimensión religiosa del todo extraordinaria en el mundo helénico.
En la medida en que Sócrates comunicó a sus discípulos todo esto —que de ningún modo encajaba en el credo religioso de la Ciudad—, fue acusado de corromper a la juventud y a quienes lo frecuentaban.
Las verdaderas razones por las que Sócrates fue llevado a juicio, sus acusadores y características del juicio
Pese a lo dicho hasta aquí, ¿fue realmente la razón religiosa la que impulsó a los acusadores de Sócrates a presentar su acusación? La respuesta deja lugar a dudas. Los motivos eran, en realidad, de carácter político, y la cuestión religiosa era, por tanto, el enmascaramiento de los verdaderos motivos, y por tanto de una auténtica conspiración contra el filósofo.
En Atenas, este tipo de juicio se iniciaba y celebraba tras la presentación formal de una acusación específica por parte de un responsable, que previamente la firmó. En el caso de Sócrates el responsable de la acusación fue Meleto.
Diógenes Laercio (II 40) reproduce el texto completo, que se conservó en el Metroón, es decir, en los archivos estatales: «Meleto, hijo de Meleto, del distrito —demo— de Pitea —Pithos—, ha presentado, por escrito y bajo juramento, la siguiente denuncia contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del distrito —demo— de Alópece: Sócrates incurre en delito, por una parte, no creyendo en los dioses en los que cree la ciudad, e introduciendo otras divinidades nuevas; y asimismo incurre en delito corrompiendo a los jóvenes. Se solicita la pena de muerte». Como puede verse, la correspondencia con los textos de Platón y Jenofonte, referidos en el apartado anterior, es casi perfecta.
Meleto era un representante de los poetas (Apología, 23e). Pero fue un poeta que no había tenido ningún éxito y que promovió la acción legal contra Sócrates prestándose al juego de los políticos y, por tanto, actuando como un peón movido por ellos. Con esta operación intentó publicitarse y tener el éxito y la notoriedad que en vano buscaba como poeta. En el Eutifrón, Sócrates, comentando la acusación que se le ha presentado, la describe de la siguiente manera, con una ironía realmente mordaz: «¿Qué [ha escrito —Meleto— en esa acusación]?: algo no vulgar, a mi parecer; que no es poca cosa, por cierto, entender ya de tan joven sobre tan grandes asuntos. Que, como dice, él mismo sabe cómo se están echando a perder los jóvenes y quiénes son los que los pervierten. Y aun me parece ir para sabio; porque habiendo calado mi ignorancia, acude a la Ciudad, como a madre, para acusarme de que pervierto a los coetáneos de él. Y me parece aún más: que entre los políticos él es el único que lleva recto principio, pues lo correcto es preocuparse ante todo y primero de los jóvenes para que lleguen a óptimos, a la manera que el buen labrador se preocupa razonablemente de las plantas tiernas primero, y después de las demás. Y así, pues Meleto comienza, tal vez, por deshacerse de nosotros, los que echamos a perder los renuevos jóvenes, como él dice; inmediatamente después se preocupará, es claro, de los más viejos, con lo cual llegará a ser, para esta Ciudad, causa de muchísimos y máximos bienes, que razonablemente eso debe esperarse de quien con tales principios comienza» (Eut. 2c-3a).
Cierto es que, este «joven desconocido» no puede ser el personaje del que habla Aristófanes en Las ranas (1303), porque Aristófanes sólo hablaba de personas muy conocidas. En realidad, era un joven aventurero, un fracasado que se arriesgó a un envite en busca de fama.
Pero quien movió los hilos del juicio fue el político Ánito, quien ideó la operación y convenció a Meleto para que presentara la acusación. También tuvo cierto papel significativo el retórico-político Licón, quien llevó a cabo la tarea de organizar y dirigir los procedimientos. De hecho, eran sobre todo los políticos los que temían y detestaban a Sócrates por sus mordaces críticas, que dejaban al descubierto sus vanos y aparentes conocimientos, con todas las consecuencias que ello conllevaba, como precisaremos más adelante.
He aquí lo que nos dice Diógenes Laercio (II 38, trad. de Luis-Andrés Bredlow): «… se ganó muchas enemistades y también, desde luego, porque con sus refutaciones contundentes ponía en evidencia la necedad de quienes tenían muy elevada opinión de sí mismos; lo que, sin duda, sucedió también a Ánito […]. Pues éste, que no sufría bien que Sócrates lo pusiera en ridículo, primero soliviantó contra él a la gente de Aristófanes, y luego instigó a Meleto a presentar denuncia contra él por impiedad y corrupción de los jóvenes. Así que Meleto presentó la denuncia […] pero el que lo preparó todo [el discurso de acusación y la redacción de la acusación] fue el demagogo Licón».
Un proceso como el llevado a cabo contra Sócrates, para el cual se requería la pena de muerte, según las leyes atenienses necesariamente tenía que desarrollarse y resolverse en el transcurso de un solo día. Los jueces, como ya hemos mencionado anteriormente, eran quinientos, y, además de los jueces, en la Corte podían estar presentes muchas otras personas, que asistían como ciudadanos.

En el espacio de un solo día, ocurrió lo siguiente: luego del discurso de exposición de la acusación, se le dio la palabra al imputado para que presentara su defensa. Inmediatamente después se realizó una primera votación, en la que los jueces se manifestaron a favor de la condena o la absolución. En caso de que los jueces votaran a favor de la condena, ya que la acusación había solicitado la pena de muerte, la ley ateniense ofrecía al condenado la posibilidad de proponer un castigo alternativo al que se le infligía. El acusado (ahora condenado) hizo entonces un segundo discurso para convencer a los jueces de moderar la pena y reducirla como se había solicitado. En consecuencia, los jueces tuvieron que realizar una segunda votación, para aprobar o rechazar la pena alternativa propuesta por el acusado. El resultado de esta segunda votación fue pues definitivo y ya no fue discutible.
Los resultados de la primera votación en el juicio de Sócrates fueron los siguientes: 280 votaron en contra, mientras que 220 votaron a favor. Según la ley ateniense, si sólo 250 hubieran votado a su favor (es decir, sólo treinta más), habría sido absuelto.
Los resultados de la segunda votación fueron desastrosos. De hecho, Sócrates, como veremos, en lugar de un castigo alternativo (que muchos esperaban que pidiera) afirmó que en realidad merecía un premio. Como resultado, 360 jueces votaron en su contra.
Llegados a este punto —según las leyes atenienses— el condenado ya no tenía derecho a hablar. Pero Sócrates, aprovechando que los magistrados estaban todavía ocupados realizando los trámites y, por tanto, aún esperando el momento de ser llevado a prisión (Apol. 39e), pronunció un último discurso de despedida.
Los criterios y la estructura dramática adoptados por Platón en la Apología de Sócrates
Platón habría podido incluir en esta obra toda una serie de elementos, que habrían sido muy interesantes y particularmente eficaces desde el punto de vista narrativo. Desde las motivaciones dadas en el discurso de los acusadores, hasta los dos momentos de las dos votaciones, pasando por las diversas reacciones del público y de los jueces en particular, hasta las actitudes del propio Sócrates en los intervalos, durante las votaciones, etc. Hubiera podido utilizar al menos un par de «interludios», que ha utilizado con maestría en sus otros escritos. Más bien, despojó el acontecimiento de todos los detalles y concentró la «acción» únicamente en los discursos de Sócrates y en la esencia de sus contenidos. De hecho, llega incluso a vincular tan estrechamente los tres discursos hasta el punto que algunos lectores, que no tengan presentes los métodos seguidos en la celebración del proceso, podrían fácilmente caer en el error de creer que se trata de un único discurso.
En realidad, entre un discurso y otro debe haber transcurrido bastante tiempo, es decir, el tiempo necesario para la operación de votación de nada menos que quinientos jueces y el recuento de sus votos. Pero Platón quema estos tiempos, y con gran habilidad artística conecta los unos con los otros, con gran eficacia, dividiéndolos artísticamente con un potente giro dramático, obtenido mediante la simple alusión a los resultados de las votaciones.
El primer discurso concluye: «y encomiendo en vuestras manos, y sobre todo en las del Dios, juzgar sobre mí del modo que haya de ser el mejor para mí y para vosotros» (35d). E inmediatamente después, sin llegar a hablar de la primera votación, leemos: «Para no llevar a mal, Varones atenienses, lo que me acaba de suceder —que habéis votado en contra mía—, muchas son las cosas que me ayudan». De modo similar, el segundo discurso concluye: «me mandan que me condene a treinta minas, que ellos salen garantes. Así pues, propongo esa cantidad. Tendréis en ellos, y para este dinero, garantes dignos de todo crédito» (38b). Y el tercer discurso, de forma totalmente análoga al segundo —repentina—, sin mencionar la segunda votación, comienza inmediatamente: «Por no aguardar un tiempo, no mucho, Varones atenienses, los difamadores de esta Ciudad os darán el nombre y encausarán cual asesinos de Sócrates, varón sabio…».
Platón se abstrae de un modo extraordinario de la contingencia de los acontecimientos y de todos los detalles, para apuntar, del modo más fuerte y radical, a la idea básica.
Viene a la mente un bello pasaje de von Humboldt que algunos ya han utilizado acertadamente para interpretar la vida de grandes hombres, pero que encaja perfectamente con Sócrates: «En el hombre, como en cualquier otra realidad viviente, siempre hay una parte que le concierne solo a él y a su ser accidental, y que muere con él, después de haber permanecido, con toda razón, desconocida para los demás; por otro lado, en él hay otra parte mediante la cual se conecta con una idea, que se expresó en él con particular claridad, y de la cual él es el símbolo. Incluso se puede fundamentar la distinción entre los hombres en el hecho de que los hombres comunes son solamente símbolos del concepto de su linaje […], los hombres grandes y extraordinarios simbolizan una idea, a la cual solo se pudo llegar porque ellos la representaron con su vida» (Tagebücher, II 452).
Es esto, precisamente, lo que expresó Platón en su Apología de Sócrates: se concentró enteramente en la idea de que Sócrates simbolizaba y a la que se podía llegar, precisamente porqué y en la medida en que Sócrates la había simbolizado. En los tres discursos, estrechamente relacionados, leeremos la representación de esta idea en todas sus implicaciones y consecuencias.

Estructura del primer discurso
El primero de los discursos de Sócrates, que contiene su auténtica «defensa», es con diferencia el más largo y complejo, mientras que los otros dos explicitan algunas consecuencias.
Este primer discurso se desarrolla en torno a cuatro puntos clave. En primer lugar, tras una breve introducción destinada a mostrar los métodos que seguirá en su defensa, Sócrates pone en cuestión a sus primeros acusadores, quienes no sólo impulsaron el proceso, sino también a quienes, de alguna manera, prepararon los presupuestos de los que éste nació. Estos primeros acusadores lo difamaron de diversas maneras, creando una imagen negativa de él, que se difundió de diversas maneras.
En segundo lugar, se interroga a los verdaderos acusadores que lo llevaron a juicio, en particular a Meleto, y se refutan sus acusaciones.
En tercer lugar, Sócrates presenta el núcleo de su pensamiento filosófico y explica el significado de su misión. Este tercer momento está estrechamente ligado a un cuarto, que tiene como objetivo mostrar las consecuencias sociales y educativas de su pensamiento y de su misión. Al final de este gran discurso, Sócrates pide a los jueces no misericordia, sino justicia.
El lector que no siga con atención esta compleja articulación del discurso corre el riesgo de no captar su mensaje en todo su significado, y por eso hemos intentado, con títulos adecuados y con una correcta composición tipográfica, escudriñar adecuadamente la estructura y el ritmo dramático. Examinemos, aunque sea brevemente, cada uno de estos puntos clave.
Los primeros acusadores de Sócrates
Los primeros acusadores de Sócrates fueron aquellos que identificaron su pensamiento con el de los naturalistas y los sofistas. Se ha creído —confundiéndole con algunos filósofos naturalistas— que investigó las cosas que están en los cielos y debajo de la tierra, trastocando con su sabiduría las opiniones comunes de los hombres; negando, por ejemplo, la divinidad del Sol y de la Luna, afirmando que son piedra y tierra. Además, en particular, se ha creído —confundiéndole con los sofistas— que enseñaba a presentar, con la habilidad del discurso, como más fuertes cosas que son en sí mismas más débiles, y viceversa. Y el propio Aristófanes, en su comedia Las nubes, contribuyó más que nadie a consolidar y difundir estas creencias.
En realidad, Sócrates dista mucho de considerarse un hombre sabio, al menos en el sentido en que los filósofos de la naturaleza o los sofistas se consideraban a sí mismos. Lo que él reconoce expresamente poseer es una «sabiduría humana», es decir, una sabiduría que es muy consciente de su propia fragilidad y también de la fragilidad de las cosas mismas a las que se refiere.
Pero entonces, ¿cómo consiguió Sócrates tal gran fama de hombre sabio? Sócrates obtuvo esta fama gracias a una respuesta del Oráculo de Delfos. De hecho, un día su amigo Querefonte le preguntó a la sacerdotisa Pitia en Delfos quién era el hombre más sabio de Grecia. Y la Pitia dio la respuesta que se volvió emblemática para los griegos: «Sócrates es el más sabio de todos los hombres».

Pero ¿qué habría querido decir con esta afirmación el dios de Delfos, si Sócrates, por el contrario, creía saber sólo una cosa, es decir, que no sabía nada? Para interpretar la respuesta del dios de Delfos, Sócrates sometió entonces a un cuidadoso examen a todos aquellos que comúnmente se consideraban los depositarios del saber: políticos, poetas y técnicos.
Pero los políticos, cuando fueron puestos a prueba, demostraron estar lejos de poseer el saber que creían tener según el consenso de los ciudadanos. Después de haber narrado el primer examen a que sometió a uno de los más famosos políticos de la época, con el que quedó demostrado que simplemente se creía sabio, pero que en realidad no lo era en absoluto, Sócrates concluye: «Lo que conseguí fue volverme odioso a él y a muchos de los presentes. Al separarme, pues, de él, iba pensando para mí: por cierto que soy más sabio que este hombre, porque, en realidad de verdad, cada uno de nosotros dos corremos el peligro de no saber nada ni de bello-ni-de-bueno; mas él cree saber sin saber; mientras que yo, como no sé nada, nada me creo saber. Parece, pues, que soy más sabio que él en esto poquito: en no creer saber lo que no sé» (21d).
Por su parte, los poetas, cuando fueron puestos a prueba, demostraron que no tenían conocimiento de las mismas cosas sobre las que habían escrito. De hecho, compusieron sus poemas no sobre la base de ninguna sabiduría específica, sino a través de un cierto don natural, y precisamente a través de una inspiración divina, del tipo que poseen los profetas y adivinos. En consecuencia, Sócrates llega a la siguiente conclusión: «… caí en cuenta de que, por ser poetas, se creían los más sabios de los hombres, aun en las demás cosas en que no lo eran. Me aparté, pues, convencido de que sobre ellos poseía la misma superioridad que sobre los políticos» (22c).
Finalmente, los artesanos, sometidos también a la prueba, revelaron que sí tenían ciertos conocimientos específicos sobre las cosas que hacían. Pero cada uno de ellos estaba convencido, precisamente por este conocimiento específico, de que también era sabio en cosas que no tenían nada que ver con aquellas en las que se basaba su arte. De ahí, éstas son las conclusiones que saca Sócrates acerca de los artesanos: «… tanto que llegué a preguntarme en pro del oráculo qué prefería: si ser como soy, ni sabio en su particular sabiduría ni ignorante con su ignorancia, o juntar ambas —tal sabiduría con tal ignorancia— tal como ellos las juntan. Y me respondí a mí mismo y en pro del oráculo: que era preferible ser como soy» (22e).
Pero entonces, ¿qué quiso decir el oráculo con su respuesta: «Sócrates es el más sabio de todos los hombres»? El oráculo quería decir que, en realidad, el único verdadero sabio es Dios, mientras que la sabiduría humana tiene poco o ningún valor. Por tanto, un verdadero sabio es aquel que, como Sócrates, ha comprendido la fragilidad y las limitaciones de la sabiduría humana.
De este modo, Sócrates concluye: «Y no me parece querer decir [el Dios] que “Sócrates es sabio”, sino servirse tan sólo de mi nombre como de paradigma cual si dijera: “aquel de vosotros, ¡oh, hombres!, será superlativamente sabio quien, cual Sócrates, reconozca que, frente a Sabiduría, la suya no vale nada”» (23a-b).
Pero fue precisamente como consecuencia de todo esto, que Sócrates ganó la reputación de ser un gran sabio. Además, en particular, el odio de todos aquellos que fueron examinados y refutados; así como también, surgió el entusiasmo paralelo de los jóvenes que siguieron su sometimiento de los supuestos sabios a examen.
Los segundos acusadores de Sócrates
El segundo grupo de acusadores fueron aquellos que promovieron la acusación: Anito, Licón y en particular Meleto.
La acusación lanzada contra Sócrates remite a la corrupción de la juventud y, con ello, poner en peligro su educación. Para comprender la refutación que hace Sócrates de estos dos puntos, deberíamos tener un conocimiento preciso de la naturaleza misma de la educación de los hombres. Debemos saber qué es lo que verdaderamente los educa y qué es lo que —por el contrario— los corrompe. Pero Meleto, cuando es interrogado, se confunde y se contradice, y demuestra que está lejos de tener conocimiento de estas cosas. Por eso Meleto acusa a Sócrates de corromper a la juventud, sin tener un conocimiento adecuado de las cosas en las que se basa su acusación.
En su defensa contra la acusación de impiedad, Sócrates sigue una vía particular. La acusación, de hecho, acusaba a Sócrates de no creer en aquellos dioses en los que cree la Ciudad y de introducir nuevas divinidades.
Sobre el primer punto Sócrates no discute. Debería haber dicho aquellas cosas que Platón le hace decir en el Eutifrón, que hemos mencionado más arriba. Evidentemente, en este punto no habría sido comprendido en absoluto por la mayoría de la gente, y aduciendo sus razones, aunque suficientemente fundadas, habría confirmado en todo caso la validez de la acusación, es decir, de no creer en los dioses de la Ciudad. Sócrates, por tanto, lleva su defensa a un nivel dialéctico-confutatorio mucho más efectivo.
Le pregunta a Meleto si, al acusarle de impiedad, pretende también acusarle de ateo, es decir, de no creer en absoluto en los dioses. Ante la respuesta positiva y seca de Meleto, Sócrates demuestra fácilmente cómo la acusación es contradictoria en sí misma. De hecho, acusa a Sócrates de no creer en los dioses de la Ciudad, pero, al mismo tiempo, también le acusa de introducir nuevas divinidades. En consecuencia, acusa a Sócrates, conjuntamente, de no creer y de creer en los dioses. Es completamente absurdo pensar que se puede ser ateo y al mismo tiempo introducidor de nuevos dioses en la Ciudad.
Por lo tanto, las acusaciones formuladas contra Sócrates son inconsistentes e incoherentes en todos los sentidos.
El mensaje filosófico de Sócrates y sus conceptos básicos: el hombre es su alma y el fin supremo de la vida del hombre es el cuidado del alma
Decíamos más arriba, leyendo el pasaje de von Humboldt, que los hombres grandes y extraordinarios son aquellos que encarnan una idea y la llevan a la acción. Y la idea básica que Sócrates puso en práctica consiste en el descubrimiento de la esencia del hombre y, en consecuencia, la fundación de la filosofía moral.
El objetivo del filosofar de Sócrates, de los exámenes y de las múltiples pruebas a que sometía a sus interlocutores, era éste: demostrar que la esencia del hombre reside en su alma (en su psyque), o sea, en su inteligencia, es decir, en su capacidad de entender y de querer —sus capacidades intelectiva y volitiva—, y, por tanto, en aquello por lo cual se vuelve bueno o activo.
En realidad, según Sócrates, el hombre se ocupa demasiado de lo que tiene y muy poco de lo que es. Para ser verdaderamente él mismo, el hombre no debe preocuparse primordialmente de su cuerpo, de sus posesiones y de su poder, sino más bien de su alma, con el fin de hacerla lo mejor posible, porque de ella depende todo lo que hay de valioso en la vida.
El concepto de alma y el del cuidado del alma son la piedra angular del socratismo. La Apología resume este mensaje de Sócrates en una página verdaderamente espléndida: «Varones atenienses, sois para mí inseparables, os amo; obedeceré, con todo, antes a Dios que a vosotros, y mientras me quede un soplo de vida, mientras esté en mi poder, no cesaré de filosofar, exhortándoos y diciendo claramente a cualquiera de vosotros, a quien tenga ocasión de hablar, lo que en mí es ya costumbre decir: “¡oh óptimo entre los varones!, puesto que eres ateniense; de esa Ciudad la máxima y más afortunada en sabiduría y en fortaleza, ¿no te da vergüenza de preocuparte solamente en hacerte con el máximo de riquezas, de fama y de honores, mientras que, por el contrario, ni te preocupas ni te das a pensar cómo llevar a su perfección decoro, honor, cordura, inteligencia, verdad y alma?”. Y si cualquiera de vosotros pone en duda mi sospecha y asevera que se preocupa, no por eso lo soltaré sin más y me iré, sino que le interrogaré y lo pondré a prueba y a debate; y si no me pareciere que posee virtud, por más que él lo diga, le echaré en cara el que tiene en muy poco lo que es digno de muy mucho; y en más, lo superlativamente insignificante. Tal haré con quienquiera me encuentre: más viejo o más joven, extranjero o conciudadano; pero sobre todo con vosotros mis conciudadanos que me estáis muy más próximos por raza. Que esto es lo que me manda el Dios, sabedlo bien. Y yo estoy persuadido de que no puedo haceros en esta ciudad otro bien mayor que obedecer a Dios; que no otra cosa hago, yendo de acá para allá, sino persuadiros, lo mismo a los más jóvenes que a los mis viejos, de no acuitarse ni por los cuerpos ni por las riquezas antes ni tan ahincadamente como por el alma, para hacerla óptima, diciéndoos que no se engendra virtud de las riquezas sino más bien de la virtud se engendran para los hombres, tanto en lo privado como en lo público, riquezas y todos los demás bienes» (29d–30b).
Para llegar a una comprensión adecuada de este mensaje socrático se han hecho muchos esfuerzos, pero todavía hay quienes tienen dificultades. Para quien desee profundizar en el problema, nos remitimos a nuestra Historia de la filosofía antigua (Milán: Vita e Pensiero, 1992, vol. I, pp. 300 y ss.). Aquí debemos limitarnos a algunos recordatorios y observaciones esenciales.
Un pasaje de Werner Jaeger (Paideia, Mexico: FCE, 2012, p. 417) puede ser particularmente esclarecedor a este respecto, y por ello vale la pena meditar en él: «Sócrates, lo mismo en Platón que en los demás socráticos, pone siempre en la palabra “alma” un acento sorprendente, una pasión insinuante y como un juramento. Ninguna boca griega había pronunciado antes así esta palabra. Tenemos la sensación de que nos sale al paso aquí, por vez primera en el mundo occidental, algo que aún hoy designamos en ciertas conexiones con la misma palabra, […] La palabra “alma” tiene siempre para nosotros, por sus orígenes en la historia del espíritu, un acento de valor ético o religioso. Nos suena a cristiano, como las frases “servicio de Dios” y “cura —cuidado— del alma”. Pues bien, este alto significado lo adquiere por vez primera la palabra “alma” en las prédicas protrépticas de Sócrates.
Como prueba de ello existe toda una serie de documentos, que el lector interesado podrá encontrar en nuestra citada Historia de la filosofía antigua, I, pp. 305-311. Lo que hemos precisado, en cualquier caso, basta para demostrar la importancia y el alcance verdaderamente revolucionario del mensaje socrático.
Podemos pues comprender muy bien las consecuencias y los efectos que produce este mensaje, que Sócrates intenta hacer comprender a los jueces. La actividad que desempeñaba debía entenderse como la ejecución de una tarea que le había encomendado el dios, y por tanto como una verdadera misión. Su mensaje, de hecho, pretendía ser un estímulo educativo para la Ciudad adormecida y, por tanto, tenía una función social y altamente moral.
Conclusión del primer discurso
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El segundo discurso y la inversión estructural de los planes: Sócrates presenta su mensaje y su actividad conexa como merecedores no de un castigo sino de una gran recompensa
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El tercer discurso y la posterior inversión de planes: Sócrates se eleva por encima del juez y asume el papel de juez de sus jueces
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La muerte de Sócrates
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Las reacciones de los atenienses tras la muerte de Sócrates
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Conclusiones
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ADEPTVRIS DOCTRINAM ***