Introducción a la «Apología» de Platón GARCÍA BACCA
(1944)
APOLOGIA SOCRATIS. Introducción

ADEPTVRIS DOCTRINAM ***
PLATÓN [Πλάτων / Plato vel Platon] (c. 425 a. C.- c. 348 a. C.). Eutifron – Apo- logía – Critón, México: UNAM, (colección: «Biblio- theca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana»), 1944, pp. XXXVII-LXXX [Versión directa, introduc- ciones y notas por Juan David García Bacca]
Tabla de contenidos
I. Introducción general
Para leer con dignidad humana y con provecho científico la Apología de Sócrates por Platón, es preciso afinar el alma según aquel «multitenso coajuste del arco y de la lira» de que nos habla el viejo Heráclito.
Pero el multitenso (παλίντονος) coajuste a que ser refiere Heráclito se consigue por una tensión «tipo helénico», y la tremebunda dificultad para almas que, como las de todos nosotros, con protestas, con resignación o con decidida y gozosa aceptación, han estado y están aún sometidas y coafinadas según el módulo de «infinitud» y de «total» tensión peculiares de la educación, cultura y problemas vitales del cristianismo, consiste en que, para nosotros, vibrar a tono helénico exige aflojar las cuerdas del alma, desatornillar en bastantes vueltas las clavijas de los sentimientos y consentir en que suenen en tono, que nos parecerá menor, problemas tremebundos para nosotros, naturales y sencillos para el alma griega.
Y es que, en el hondón del fondo de nuestras almas —con protestas por sentirlo cual violación de nuestra libertad e intimidad, o con resignación indiferente como ante hecho fatal histórico o con gozosa aceptación para ciertos tipos ya muy raros de alma—, nos hallamos todos en coafinación «con el Infinito», estamos «desmesuradamente» tensos, y de tales cuerdas a tensión sólo pueden salir verdades eternas y postrimerías, letanías o blasfemias; mientras que el alma griega estuvo, por condición genética, coafinada según «mesura, mensura y metro», en una tensión «media», tesitura media y mesurada que emitía un tono pura y sencillamente «humano».
Pues bien: la Apología de Sócrates resuena en la misma intensidad tonal en que sonó Sócrates y resonó Platón, con intensidad estrictamente «humana». Creo, por tanto, que es tan imprescindible, más que una introducción «técnica», una introducción «sentimental», que indique la intensidad y el tono a que se debe rebajar nuestra tensión sentimental para que en ella, cual en aproximada lira helénica, resuene con su auténtica intensidad y tono la Apología.
Que el grado de tensión del alma griega —lo vio delicadamente Heráclito—, se asemeja al del arco y al de la lira. No había en aquellos tal vez dichosos y «sanos» tiempos instrumentos musicales tremebundos y conmovedores, cual nuestros violoncellos y contrabajos, y menos aún esotras máquinas infernales que no disparan con fuerza humana flechas voladoras sino con fuerza cósmica proyectiles sísmicos. Y solo el «hecho» de que no nos suenen a «desmesurados» ni una orquesta ni un bombardeo nos indispone para resonar humanamente a los humanos sentimientos de un griego genuino: de un Sócrates o de un Platón.
Además de ésta, que voy a llamar introducción sentimental o coafinación anímica, hallará aquí el lector otra introducción técnica en que resuenen datos y explicaciones referentes a otros puntos del proceso de Sócrates: vida, frases típicas, dificultades de textos, hallazgos científicos…
II. Introducción sentimental o coafinación anímica
A. La tesitura socrática en el problema de la muerte y de la vida futura
«Si no esperáis», decía enigmáticamente el viejo Heráclito, «no daréis con lo inesperado; que no hay métodos para hallar lo inesperado ni caminos que hasta él lleven» (Fragm. 18, Diels).
Esperar, aguardar, aguantar son tres palabras para designar tres grados de tensión en que puede hallarse nuestra alma por respecto al futuro y, sobre todo, frente a nuestro íntegro futuro después de ese acontecimiento desesperante para la vida que se llama y es el morir.
Se «espera», en el propio sentido de la palabra, lo in-esperado ; y lo in-esperado es tal respecto de alguien y en relación con algo, y la esperanza se acrece y agiganta tanto más cuanto quien espera tiene menos motivos, causas y razones para esperar, por hallarse en un estado desesperado y desesperanzador, en las últimas; y la esperanza se excede y desmesura tanto más cuanto lo esperado supera más lo previsible, calculable, demostrable o unido causal y racionalmente con lo que uno tiene de presente, pájaro en mano, tesoro en puño.
Ahora bien: no «esperamos» la aurora, que ella por sus pasos contados y medidos por la astronomía vendrá infaliblemente a su hora; cuando más la «aguardamos», seguros de que vendrá, de que tiene que venir por hallarse en conexión causal y racional con lo que de presente tenemos, con nuestra realidad material misma.
Y, si por un motivo especial, extracientífico, se nos hace largo el tiempo, nos «aguantamos» las ganas. Cuando lo futuro, lo que en el porvenir nos vendrá o nos traerá, está unido causal y racionalmente con el presente, de modo que, dicho al revés, el futuro sea previsible, calculable, demostrable, entonces la esperanza nada tiene que hacer, entra en funciones el «aguardamiento» y el aguante, el aguardar y el aguantarse.
El cristianismo primigenio puso el alma del mundo occidental, la nuestra también, en esa tensión hiperbólica y desmesurada de la esperanza. Quien se siente «creatura» —y no eso tranquilo, seguro y firme de «ser»—, tiene su ser íntegro en un hilo, en vilo: «es» por gracia de, está a merced de, está en manos y voluntad de. Quien «es» en tipo de creatura no puede demostrar que «el ser se distingue de la nada», que ser y nada son incompatibles, que de la nada nada viene, que el ser nada se apea, que solo se cambia en formas de aparecerse…, sino que quien «se es» a lo creatura sabe con saber visceral y tembloroso que puede dejar de ser íntegramente, que puede ser aniquilado. Y entonces ese su «presente ser» se le trueca en simple «hecho», sin derecho metafísico alguno.
Hubo un tiempo, no muy largo en la historia de la vida y del ser del hombre occidental, en que el hombre, el cristiano, vivió esa radical inseguridad de su ser mismo, vivió el ser cual ser por gracia de y a merced de un Dios absoluto. Y ésta, llamémosla sensación radical de la vida cristiana, dio origen, mientras vivió o fue vivencia real y no fingida o memoria de una vivencia real, a esa maravilla en palabras, de tensión infinita, que se llamó teología cristiana.
Y en ella, entre las virtudes teologales, se contaba la esperanza. En aquellos tiempos, y por lo que ahora podemos conjeturar a través de cierta clase de fósiles y huellas de la pasada grandeza vital, la esperanza estuvo a la altura de lo esperado, pues todo era inesperado, radicalmente contingente, gracia, don, regalo, merced de un absoluto personal, más personal, independiente y señero que todos los señores absolutos que después se han inventado, cuando la esperanza se amansó y sucedió el reinado del «aguardamiento sistemático y racional».
Para el «ser» ya no valía en rigor aquello de que «es imposible que un ser sea y no sea»; «nada se crea, nada se aniquila», «solo un ser se transforma en otro ser»… —axiomas naturales y casi siempre informulados en la filosofía griega—-; que «cada cosa en cuanto ser» es ser necesariamente, aunque desaparezca y aparezca como «cosa», es algo inesperado, objeto de esperanza, no cosa o propiedad calculable y demostrable apodícticamente cual propiedad necesaria y absoluta del ser en cuanto ser.
Y los grandes teólogos cristianos —los santos Padres y los teólogos pretridentinos— no tendrán inconveniente en afirmar explícita y valientemente que la inmortalidad es un don de Dios, que la salvación y condenación son gratuitas en absoluto, que Dios puede convertir una piedra en ángel y un ángel en piedra, sin pérdida alguna de entidad… y otras mil afirmaciones valientes de quien se siente de verdad «radicalmente inconsistente en su ser mismo» y «nada ante Dios». De aquí que en aquellos tiempos la esperanza estuviera a la altura de Dios: todo lo grande —la vida futura, la felicidad y la condenación, el ser mismo— estaba a merced de Dios, al arbitrio de Dios, a su talante; todo era inesperado para la razón; pues la razón, la sabiduría de este mundo —es decir, ante todo, la filosofía griega—, es estupidez estólida ante Dios. Así San Pablo. Nada de filosofía aristotélico-tomista como propia de la religión cristiana.
Después, a partir fundamentalmente del Renacimiento, todo se ha vuelto y se va volviendo previsible, calculable, demostrable: se puede demostrar que Dios existe, que es razón absoluta, que es el lugar de las ideas, que el alma es inmortal, que la predestinación puede ser ayudada con méritos, que la gracia no lo es tanto, que el concurso de Dios con la creatura es simultáneo, que de potencia absoluta tal vez una creatura podría crear o sacar algo de la nada en plan de instrumento de Dios, que ya no se distinguen esencia de existencia, que hay una filosofía que coincide con el aristotelismo tomista, que la teología sabe de Dios tanto y cuanto, y este cuanto es muchísimo…; ya no se habla de predestinación y condenación ni de gracia en aquel tremefaciente sentido de San Pablo; todo está ya domesticado, todo es demostrable, todo es previsible, y ya no nos queda más que «aguardar» unos años y, para algunos impacientes, si es que existen, aguantarse las ganas de la otra vida.
Empero la genuina, pura y sencilla esperanza, la virtud teologal digna de nuestro Dios, espera lo inesperado: lo que supera a nuestra razón, lo que por muy extremada que sea la confianza que en sí, en sus fuerzas y en sus métodos tenga, jamás encontrará, aunque mucho y porfiadamente lo busque con lógica, con metafísica, con teología: caminos todos de lo previsible y precedente a lo consecuente y demostrado sin escape. En esto cifra, pues, la maravilla de la esperanza, frente a la definida seguridad del que «aguarda» y a la impaciente seguridad del que «aguanta»: en que espera lo inesperado. Y lo inesperado lo es respecto de alguien y en relación a lo que según su previsión «aguarda» y según su provisión de paciencia «aguanta».
Este alguien, impaciente y previsor, que sabe «aguardar», seguro de sí y de lo previsto y demostrado por él, y que a veces tiene que «aguantar» las impaciencias del hombre de carne y hueso, de «su» animal, es la razón, el logos: el que hace lógica, psicología, ontología y teología. Y, ¡qué cantidad de cosas «aguarda» la razón, segura de haberlas «previsto» bien, calculado esencialmente y demostrado apodícticamente sobre Dios, sobre la vida futura, sobre la esencia del hombre, sobre muerte, juicio, infierno y gloria! Y, ¡qué impaciencias de ver y comprobar si son verdad, le entran a veces al hombre de carne y hueso!
Pero la esperanza, la virtud teologal digna del Dios transcendente, sobrenatural, sobreesencial y suprarracional que es El de los que «esperan», sin «aguardar» y sin «aguantar», deja caer en los oídos de la razón, que es el peor de los sordos, aquella sentencia del viejo Heráclito: «la esperanza es, precisamente, de lo in-esperado, de lo improbable, de lo incalculable». Y no hay camino que hasta lo inesperado lleve, ni traza o método para encontrarlo, como encuentro por las premisas las consecuencias, como por los axiomas encuentro los teoremas.
El lógos o razón pretende reducir el «esperar» al «aguardar»; y reducirlo, amansarlo y domesticarlo por razones y por ciencia: por teología, por lógica, por ontología, por psicología racionales.
¡Qué miserable, pobre y amenguada se sentiría nuestra esperanza, si tuviese que «aguardar», con más o menos aguante, lo que la razón y el lógos nos prometen en seguro porque ellos lo han previsto y demostrado!
Aquel varón de grandes esperanzas que fue San Pablo, y a quien se dio incomparablemente más de lo que aguardaba, nos dice: «que ni ojo vio ni oído oyó ni llegó a corazón de hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman» (San Pablo, Epístola a los Corintios, 2:9).
Quien crea «esperar» cosas que le caben en la razón —en la lógica, en la teología, en la ontología…—, no espera sino que aguarda muy seguro de sí, muy ensoberbecido de su saber, muy poseído de ese pecado capital que se llama soberbia.
Aun en este mundo, nadie como los niños espera tantas cosas inesperadas; para nadie tiene el mundo tantas sorpresas. Por eso es de ellos el reino de los cielos, que, aun en esta tierra de pan llevar, nos arrebatan sutil y despiadadamente la razón y lógos, dándonos en lugar de lo inesperado, teología, ontología, lógica y psicología.
Esperar la inmortalidad es todo lo contrario de aguardar lo que la psicología o la teología nos han previsto y demostrado. Esperar en Dios es todavía más abismático y transfinitamente diverso de aguardar lo que la teología nos da ya por demostrado y definido hasta con cinco carreteras reales: las quinque viae, para llegar sin pierde hasta Dios.
Esperemos la inmortalidad como una sorpresa, como un don de Dios, imprevisible en su constitución y dotes para la razón; y esperamos sobre todo en Dios, en un Dios que sea la sorpresa superlativa, que nos dé hasta la grande, descomunal e inesperada sorpresa que es.
Así vale la pena de irse al otro mundo: temblando de emoción por las sorpresas que nos aguardan, con la honda angustia de si será o no será, si habrá Dios, si no lo habrá; si seré inmortal, si no lo seré. Que entonces todo se nos hará don, y don nuevo y don inapreciable, hasta el que «Dios exista…» Frente a tal magnanimidad, audacia y desmesuramiento de la tensión ante el futuro del hombre, la tensión del heleno Sócrates resulta de lira y de arco, para melodías sencillas, para tiros de no largo alcance.
¿Qué es lo que aguardaba Sócrates respecto de muerte, juicio, infierno y gloria? ¿Con qué tipo de Dios aguardaba enfrentarse en el otro mundo?
Primero. En Sócrates, la esperanza no tiene función positiva, de audacia contra la razón, de espera contra toda esperanza, previsión y cálculo humanos; lo único que le queda es la función negativa cifrada en aquella frase ya famosa: sólo sé que no sé nada (Apol. 21d, 23a), aplicada explícitamente al problema de la muerte y del futuro: «Temer a la muerte no es otra cosa, varones, sino tenerse por sabio sin serlo, pues es pensar saber lo que uno no sabe. Que nada de cierto sabe si es para el hombre la muerte el mayor de los bienes; y, con todo, la temen como si supieran de buen saber que es el mayor de los males» (Apol. 29a).
Pero es muy distinto «salto en vacío y a lo que salga» que «salto contra lo previsto, lo natural, lo racional», como lo hacen o hicieron, para traer casos más seguros, aquellos santos y teólogos pretridentinos que creían que la vida futura solo podía ser sobrenatural, que la vida natural no asegura ni garantiza una inmortalidad, que la vida natural de nuestra alma es caduca de suyo y mortal, hasta tal vez material, de que eso mismo de «ser» nada asegura contra la nada, que ser es «ser por gracia de y a merced arbitraria e inescrutable de Dios».
Segundo. Pero si, en rigor y desde nuestro punto de vista histórico posterior, la esperanza no actuaba en el heleno sino en función negativa, el «aguardamiento» actuaba positivamente. Y, ¿qué es lo que aguardaba Sócrates como previsto ya por la razón para la vida futura?
Era por cierto bien mesurado y modoso: grandes esperanzas hay de que la muerte sea un bien. Porque una de dos cosas es el morir: o bien un como no ser ya el muerto cosa alguna especial ni tener sensación alguna de cosa alguna o bien, como se dice, da la suerte que el morir sea para el alma una mudanza y cambio de domicilio de este lugar de aquí a otro (Apol. 40c, 40e).
Y aunque añadiésemos a todo esto lo que aguarda la vida por haberlo previsto demostrativamente la razón ya en esta vida, a tenor de las razones que sostuvo Sócrates antes de morir y que Platón nos ha conservado en el Fedón, siempre llegaríamos a conclusión parecida: todo lo que la razón puede prever en «este» mundo y en «esta» vida para la otra vida no es sino una vida más o menos semejante a ésta: a la sensible o a la inteligible; y cae por su base con aquella formidable crítica de Jenófanes: si los bueyes o los leones tuvieran manos y supieran pintar con ellas, los dioses de los bueyes se asemejaran a bueyes y los de los leones a leones» (Fragm. 15, Diels. Cf. mi edición Presocráticos, vol. I, Poema de Jenófanes. El Colegio de México, 1943).1Vide «Introducción» a esta obra en el Atrium Philosophicum.
No seamos sospechosamente cándidos: que eso de idea, inteligencia, voluntad, amor, existencia, bien, padre, verbo, espíritu…, son tan sólo un poquito menos antropomórficos que cuerpo, color, manos, brazos, señor de los ejércitos…
La esperanza no versa sobre una vida futura —asegurada hasta con ciertas sociedades espirituales de seguros—, sino que la esperanza es de lo inesperado, de si habrá o no habrá vida futura. Y apuestan unos a que sí y otros a que no, y otros a la voluntad de un señor absoluto que tal vez irrumpa en el juego y mueva los dados a su gusto y eche a uno al infierno con todos los méritos asegurados y canonizados o, al revés, con todos los deméritos se lleve a otro al cielo. Así vale la pena de jugar, a lo grande, jugándose el todo por el todo, sin reticencias, sin pólizas de seguros religiosas o racionales. Y así ha habido y hay quienes se juegan la vida, ésta y la futura. Y es la esperanza la que así juega, así de valiente, así de magnánima, así de arriesgada.
En el tono medio de aguardamiento de lo previsto por la razón está escrita la Apología y vivió Sócrates los hechos en ella relatados.
Y frente a la falta de aguante de Critón —véase el diálogo Critón en este mismo volumen—, Sócrates ostenta una paciencia y mansedumbre humanamente admirables, que no llegan ni de mil lenguas a aquel cupiō dissolvī de San Pablo o al muero porque no muero de Santa Teresa.
B. La tesitura socrática frente al problema de Dios
Entre los extremos: Dios trascendente (extremo superior) y Dios descaradamente antropomórfico (extremo inferior) la concepción que de Dios tiene Sócrates ocupa un lugar medio que no le obliga a actitudes vitales extremadas.
Para Platón el absoluto se hallará por encima (ἐπέκεινα) de todas las ideas especiales (οὐσίας) y por encima de la inteligencia noética (νοῦς) que con ellas trata y que en ellas encuentra su objeto y faenas propias (la diáiresis o división esencial de ideas, por ideas, con ideas hasta ideas atómicas); y por haber colocado al absoluto muy más allá, en transcendencia de ente y de mente. Platón se verá obligado a actitudes y tensiones superiores a las del arco y de la lira: a aquella ἐπίβασις o fuerza ascencional que convierte todos los seres, y esas cosas en puro ser que son las ideas, en «escalones» o bases de paso (ἐπί-βάσις) para ascender a lo absoluto, a lo que no sirve ya de base o escalón para cosa (ἀν-ὑπό-θετόν) y la ὁρμή o componente «hormonal», aperitivo de lo absoluto o de Dios que entra en la esencia más cerrada, en cualquiera idea atómica, indivisible al parecer, en sí y para sí, y con todo, además de en sí y para sí, para otro, para y hacia (εἰς, μέχρι) aquél. En la primitiva escuela tomista este componente, que desorbita y aun desdefine toda cosa finita, se centra y cifra en la existencia o eso que no puede ser definido perfectamente sino poniendo al esse subsistens en su definición; o como diría el gran cardenal dominico Tomás de Vío (Cayetano) en el orden del existir, del esse en cuanto acto supremo y propio del ēns in quantum ēns, rige necesariamente analogia attribūtiōnis, centramiento y convergencia de todos en uno, en el ipsum esse subsistēns.
Un Dios Trascendente, que transcienda al menos y se levante por encima de alguno de esos órdenes amplísimos que parecen abarcarlo todo —ser, esencia, existencia, unidad, eidos, mente…—, pone a la metafísica en tensión exorbitada e infinita; parecidamente convierte a la ética en ética religiosa, las faltas y defectos en pecados, las virtudes cardinales en súbditas de las teologales, las acciones bellas de ver en méritos de vida eterna… Y así de lo demás.
Sobre el extremo inferior no hay que que gastar muchas palabras. Aunque todas nuestras concepciones sobre lo divino estén teñidas de antropomorfismo y sean, por tanto, transcendibles, y lo hayan sido efectivamente unas tas otras con la evolución histórica, con todo Sócrates había superado ya el antropomorfismo vulgar que en toda religión, de cualquier tiempo, se forma espontánea y necesariamente por el mero hecho de tener que difundirla y adaptarla al uno de tantos, a Don Cualquiera (Das Man, de Heidegger).
En el diálogo Eutifrón, después de oír Sócrates los relatos que sobre los popularmente más venerados dioses, sus vidas y milagros, le hace Eutifrón, responde vivamente Sócrates: se me hace casi insoportable que se digan parecidas cosas de los dioses; ¿piensas que tales cosas pasaron así en realidad de verdad? (Eut. 6b-c).
Si, verosímilmente y suponiendo que se pudiera reconstruir el genuino pensamiento de Sócrates aparte del de Platón, quisiésemos condensar en afirmaciones la concepción socrática sobre lo divino, tal vez pudiéramos resumirla así:
1. Posición privativa, propia de una teología negativa. «¿Qué diremos los que sobre tales cosas confesamos no saber nada con saber de ideas?»: τί… κφήσομεν, οἵ γε καὶ αὐτοὶ ὁμολογοῦμεν περὶ αὐτῶν μηδὲν εἰδέναι; (Eut. 6b).
Y he traducido εἰδέναι por saber con saber de ideas (εἶδος, εἰδέναι), ya que Sócrates sabe distinguir precisa y delicadamente entre εἶδος e ἰδέα, como se verá por el prólogo al diálogo Eutifrón —para referirme a los diálogos de este volumen—, y, por tanto, separar un conocimiento sensible y aun inteligible vago, confuso y fundido con imágenes frente al conocimiento propiamente eidético, por eidos y por eidos en función de ideas (ἰδέα).
Mas parece que Sócrates no llegó a determinar el absoluto por medio del aspecto de eidos y de idea, cual hará Platón al caracterizarlo como Ἰδέα Ἀγαθοῦ, como bondad bella de ver, como bondad ideal o ideal de bondad.
2. Negación resuelta del antropomorfismo sensible, negando que los dioses del Olimpo helénico fueran tales cuales los describían los poetas, los rapsodas, los artistas y se ostenta en el velo que, durante las grandes Panateneas, se lleva solemnemente a la Acrópolis (Eut. 6 c).
3. Creencias positivas. Y llamo «creencias», porque ya se ha visto por el núm. 1 que no conoció Sócrates maneras de mostrar y menos de demostrar o conducir al absoluto por medio de eidos, cual lo hará Platón. Y al afirmar Sócrates en este diálogo, probabilísimamente de puro estilo socrático, que sobre lo divino nada sabe con saber-de-ideas (εἰδέναι), descartó del cuerpo de doctrinas socráticas procesos dialécticos «a partir de ideas, con ideas, por ideas, hasta la idea absoluta», que se hallan en otros diálogos como el Fedro y la República.
a) Parece admitir Sócrates todo el Olimpo clásico de dioses, solo que con valor «iconográfico». Me explico: a la manera como más adelante establecerá Platón una serie de potencias descendentes en el orden eidético que parten de la idea bella de ver, pasa por la forma «ideal» de cada idea especial (εἶδος), desciende a la forma estrictamente eidética de cada eidos, baja a la forma «disminuida» o en diminutivo de eídolon (ídolo, ἕδωλον) y aun a la de sombra o silueta eidética (σκία):
Ἰδέα Ἀγαθοῦ – ἰδέα – εἶδος – ἕδωλον – σκία, estando las formas inferiores impelidas y azuzadas hacia la idea absoluta por aquellas dos funciones transcendentes y transfinitantes que son la ἐπίβασις y la ὁρμή, o en general el proceso dialéctico, por parecida aunque más primitiva y simplificada manera: los dioses del Olimpo griego eran para Sócrates «imitaciones», idolillos, sombras, imágenes de «el Dios» (ὁ θεός), del que habla, así en singular, muchas veces (Apol. 21b, 22a, 23a, 23b, 23c, 30d, 30e, 37e, 42a; Critón, 54e). Júpiter, Hera… no pasaban de ser, a sus ojos, sino iconografía religiosa, metáforas sensibles del Dios.
b) Empero el dios, en la concepción estrictamente socrática, no era tanto una persona cuanto un poder divino presente en el mundo, de carácter cósmico, sin transcendencia. En rigor se daba «lo divino» (τὸ θεῖον), lo demoníaco (τὸ δαιμόνιον), lo sabio (τὸ σοφόν), lo filósofo (τὸ φιλόσοφον), lo mortal (τὸ θνητόν), así en neutro y en forma no apersonada o individualizada, cual poderes o potencias difusas a apropiar más o menos particularmente por las diversas cosas concretas que, al ir asimilando y haciéndose con tales poderes, poderes en forma «campal» o cósmica, irían resultando y apareciéndose cual simples mortales, cual filósofos, cual sabios, en forma demoníaca, en estado divino. Así Platón en El Banquete (202e, 203a, 204b). Y si lo divino no constituye una persona que en sí acapare todo y sólo lo divino sino algo cósmico, en forma de divinidad asimilable, cual «campo»de poder y de consistencia superior, es claro que si por un acaecimiento que nosotros no conocemos, pues por falta de imaginación ni siquiera nos hemos puesto a pensarlo, llegasen unas cosas o individuos concretos a asimilar o vivir sumergidos en tal atmósfera «divina», resultarían todas ellas dioses, cosas en estado divino, cosas que en los estados anteriores habrían parecidamente sido cosas demoníacas o demonios, cosas sabias o sabios, cosas aspirantes a sabias o filósofos o simples mortales. Y quien en este caso venera a una cosa divina, en cuanto que está en estado divino, no idolatra, pues reconoce en ella un caso de divinización por inmersión y asimilación, nunca total, de «lo divino». Así parece que consideraba Sócrates como «individuos divinizados» por asimilación más o menos transitoria, nunca total ni monopolizadora, de «lo divino» a Júpiter, a Hera…, a quienes invoca repetidas veces durante los diálogos.
Sólo que, me permito repetirlo una vez más, lo divino (τὸ θεῖον) no es ningún ser personal, sino algo así como campo de divinidad, cual hablamos de campo eléctrico, campo magnético, campo gravitatorio, como entidades distintas y básicas respecto de las cosas concretas que, sumergidas en ellos, aparecerán y hasta en cierto punto serán calientes, pesadas, electrizadas.
Y termino este punto con un verbo socrático sutilmente significativo y revelador: καινοτομεῖν περὶ τὰ θεῖα (Eut. 3b),2Leemos en el original: ὡς οὖν καινοτομοῦντός σου περὶ τὰ θεῖα γέγραπται ταύτην τὴν γραφήν, καὶ ὡς διαβαλῶν δὴ ἔρχεται εἰς τὸ δικαστήριον, εἰδὼς ὅτι εὐδιάβολα τὰ τοιαῦτα πρὸς τοὺς πολλούς. καὶ ἐμοῦ γάρ τοι, [3c] ὅταν τι λέγω ἐν τῇ ἐκκλησίᾳ περὶ τῶν θείων, προλέγων αὐτοῖς τὰ μέλλοντα, καταγελῶσιν ὡς μαινομένου: καίτοι οὐδὲν ὅτι οὐκ ἀληθὲς εἴρηκα ὧν προεῖπον, ἀλλ᾽ ὅμως φθονοῦσιν ἡμῖν πᾶσι τοῖς τοιούτοις., «recortar (τομεῖν) de manera nueva (καινός) lo divino (τὰ θεῖα)»; cual si fuera lo divino tela continua y cañamazo unido en el que la tradición ha recortado o señalado figuras: las figuras de los dioses clásicos, divinos, no dioses, en rigor; y Sócrates, con conciencia de que lo divino, de que lo real en lo divino es precisamente esa forma global, continua, cósmica, propusiese otros recortes que definieran otros dioses, dioses por ser divinos, no por ser Dios.
Por eso no habla jamás Sócrates de «Dios», cual de nombre propio de una persona real, sino de «el Dios» (ὁ θεός) de la cosa o cosas que en cada momento vivan sumergidas, respirando y expirando divinidad, lo divino. Y frente a tal océano divino podrán darse cosas bienaventuradas, anegadas y borrachas de lo divino, con propiedades divinas, mas ninguna de ellas será definitivamente divina, y menos Dios.
Y esta transcendencia de «lo divino» frente a los dioses permite hablar de el Dios, sin elevarlo a persona, sin caer en el sutil antropomorfismo de imaginarlo individuo o ratiōnālis nātūrae indīvidua substantia.
c) «Lo divino» —al oírlo pensamos cual en metáfora discreta en campo gravitatorio, campo electromagnético, océano de realidad— o «el Dios», por su misma estructura de realidad absoluta en forma supraindividual y suprapersonal, está sustentando a todas las cosas, cual el océano en bloque sus tenta a las naves, no cual mi mano sustenta un barquito de papel; Sócrates se sabe y se nota mantenido y seguro sobre tal océano de ser, sobre tal realidad en bloque muy más firme que si fuera persona concreta, y repetidas veces, en los momentos decisivos, dirá: «dejemos las cosas a su curso, Critón, hagámoslas como vienen, que así parece disponerlas el Dios» (Critón, 54e); «vaya, pues, como le plazca al Dios» (Apol. 19a).
d) Y además, y subordinada a esta providencia cósmica, a esta sensación del ser de un individuo de notarse mantenido por un océano de ser, por lo divino, no monopolizado por una persona ni constituyendo la esencia de nadie, ni sujeto por tanto a las arbitrariedades de creación y aniquilación, de predestinación y condenación, de gracia o desgracia…, reconoce Sócrates una especie de providencia propia y procedente de las cosas o individuos que han llegado a dioses o están divinizados. Y así dirá confiadamente: ni en vida ni en muerte puede pasarle nada malo al varón bueno, ni se descuidan de él o de sus cosas los dioses (Apol. 41d).
e) No solo eso, sino que «el Dios» y los dioses se comunican de diversas maneras a los mortales: por oráculos, en sueños (Apol. 33c), y suceden tales comunicaciones de «lo divino», sobre todo cuando el individuo se halla en trance de éxtasis, de salida de su individualidad, de inmersión en el bloque divino. Así en el estado de sueño, de furor adivinatorio, de inspiración poética (cf. Ion). Y que precisamente en tales estados de desindividuación suceda la revelación de «lo divino», muestra que la forma personal de lo divino no es la primaria, sino que lo primario es «lo divino», en forma supraindividual, que también la forma primaria del del agua es la de masa en bloque y no la gota suelta e individualizada. Y tales fenómenos de desindividualización ocurren en los estados místicos de todos los tiempos y religiones.
4. Parecidamente: lo demoníaco parece parece hallarse en forma primaria bajo estado cósmico, supraindividual; y los individuos que lleguen a participar de él resultarán demonios. Y así dice Platón: «que todo lo demoníaco es algo intermedio entre lo divino y lo mortal» (πᾶν τὸ δαιμόνιον μεταξύ ἐστι θεοῦ τε καὶ θνητοῦ, Banquete, 202d-e); y hablará de «varón demoníaco» o endemoniado (δαιμόνιος ἀνήρ, ibid. 203a). Y además, y secundariamente frente a lo demoníaco, se darán los «demonios», que pueden ser muchos; y lo es el Eros, como nos lo dice Platón en El Banquete, 202e.
Y tal vez con esta distinción entre lo demoníaco y los demonios pueda aclarase algo aquel δαιμόνιον τι, aquel «algo demoníaco» —así en adjetivo sustantivado—, de que nos habla Sócrates. Este fenómeno recibe diversas denominaciones: a) δαιμόνιον τι, «algo de estilo demoníaco» (Eut. 3 b); b) τὸ τοῦ θεοῦ σημεῖον, «la señal de Dios» (Apol. 40b); c) εἰωθυῖά μοι μαντικὴ, ἡ τοῦ δαιμονίου, «esa habitual facultad adivinatoria, de lo demoníaco», no dice δαίμονος, del demonio o de un demonio especial, cual el Eros (Apol. 40a); d) εἰωθὸς σημεῖον, «señal acostumbrada» (Apol. 40c); τὸ σημεῖον, «la señal» (Apol. 41 d); e) θεῖόν τι καὶ δαιμόνιον, «algo divino y demoníaco» (Apol. 31c-d); f) bajo forma de φωνή τις, de «una cierta voz» (Apol. 31 d).
Por todos estos textos se ve que «esa cierta voz» no provenía de ningún Dios o demonio concreto, sino de «lo divino» o de «lo demoníaco», así ambos en bloque, cada cual en su tipo; y de esta su manera de ser global y supraindividual, sin ser individual en modo alguno, sólo podrían provenir señales o indicaciones (σημεῖον), enigmas (αἰνίττεται) (Apol. 21b), prohibiciones y mejor frenazos (ἀποτρέπει), mas no impulsos (προτρέπει) a algo determinado (προτρέπει οὔποτε, Apol. 31d). Claro que la gente vulgar, de quien es propio personalizar antropomórficamente lo divino y lo demoníaco, le acusó por boca de Meleto, Ánito y Licón, de ser enteramente ateo, por inventar y recortar nuevos demonios; y Sócrates tuvo que argumentar ad hominem para demostrarles que admitía dioses y demonios, aunque en rigor debió mostrarles que los dioses son solo individuos endiosados, que pueden perder, absolutamente hablando, su divinización, inconsistentes, todos ellos en su ser, frente a la consistencia absoluta de lo divino. Y parecidamente habría que hablar de los demonios respecto de demoníaco. Pero esto no sólo no lo hubieran entendido los jueces, sino tal vez no lo entiendan tampoco otros que se tienen por más sabios en teologías que aquellos jueces griegos.
Notemos, para dar por terminado este punto, que la posición socrática en este problema de lo divino y de los dioses ocupa un punto medio, humano. Entre un Dios personal que acapare por esencia todo lo divino, déspota absoluto del ser, y una pluralidad de diosecillos confinados cada cual en su dominio y sujetos a alternativas de poder, cabe un término medio: los dioses, que por no ser sino individuos endiosados, no son, ninguno de ellos, omnipotentes ni sobre el hombre ni sobre el ser; en cambio, lo omnipotente, que es lo divino, no tiene forma personal o individual, y no queda ningún ser expuesto a creación, a aniquilación, a predestinación, condenación, a gracia y desgracia eternas. Que así como puede matar el rayo, que es campo eléctrico bajo forma individual, y no mata el campo electromagnético en forma de campo, de parecida manera los dioses pueden quitamos a lo más lo que de mortal haya en nuestro ser y en cada ser, mas no pueden sobre el ser, sobre lo endiosable de cada cosa. Y «lo divino», lejos de aniquilar nada, es sustento necesario de toda cosa en cuanto ser, aunque no garantice ni asegure lo que de mortal tenga toda cosa individual.
Frente a este extremo el tipo socrático de dioses y lo divino, según lo que podemos conjeturar por algunos diálogos platónicos, ocupa un término medio humano. Y en esta tesitura moderada discreta, tranquila, hay que poner el alma para entender y vibrar al unísono con los diálogos de este volumen.
C. La tesitura socrática frente al problema de la sabiduría
Sócrates asigna a su sabiduría, si es que «tal vez» se pueda llamar así (Apol. 20d), los caracteres siguientes:
1. Es sabiduría humana, ἀνθρωπίνη σοφία (Apol. 20d), por contraposición con la de sus acusadores que sería «más que humana» (μείζω τινὰ ἢ κατ᾽ ἄνθρωπον σοφίαν σοφοὶ εἶεν , ibid. 20e).
2. Su contenido es humano también; y consiste capitalmente en dos cosas: a) en un conocimiento de sinceridad mental, que no lo expresó Sócrates, hablando en rigor, con la fórmula corrientmente atribuida a él: «solo sé que no sé nada», sino con estotras bien diferentes de matiz: «no me creo saber lo que no sé» (ἃ μὴ οἶδα οὐδὲ οἴομαι εἰδέναι, Apol. 21d); «yo, como efectivamente no sé, tampoco me creo saber» (ἐγὼ δέ, ὥσπερ οὖν οὐκ οἶδα, οὐδὲ οἴομαι, ibid.); «tengo conciencia, de verme por dentro, de que no sé nada (ἐμαυτῷ γὰρ ξυνῄδη οὐδὲν ἐπισταμένῳ, Apol. 22c-d)3En la versión de Burnet, que empleamos, leemos ἐμαυτῷ γὰρ [22d] συνῄδη οὐδὲν ἐπισταμένῳ. Ambos términos ξυνῄδη y συνῄδη, son formas de σύνοιδα. Y nótese ante todo que emplea Sócrates los dos términos más fuertes para expresar «saber»: εἰδέναι, saber con saber de ideas (εἶδος, ἰδεῖν, εἰδέναι) y ἐπίστασθαι, saber con saber de ciencia firme y segura (ἐπί, -στήμη, στα-), saber inconmovible ya. Y dice «modestamente» que sobre cosas, cual sobre las celestiales (οὐράνια) y las encerradas en las entrañas de la tierra (ὑπὸ γῆς, Apol. 19b), sobre la educación plenaria del hombre (20a y ss.), sobre los dioses y el Hades o estancia en el otro mundo; sobre la muerte, etcétera (Apol. 29 a y ss.), da saber con saber de ideas y con saber de ciencia firme, lo cual no empece que sobre tales asuntos entienda con un saber puramente humano que no llegue ni a saber con saber de ideas, por haberlo visto con los ojos físicos o los mentales, con saber de ciencia firme e inconmovible. Reconocimiento de la posición del conocimiento humano dentro de la escala de los tipos del conocer y por respecto al conocimiento de ciertos tipos de objetos.
b) Pero Sócrates tiene plena conciencia de verse por dentro (σύνοἶδα, σύν-οἶδα, ἰδεῖν), de que en ciertos asuntos está en lo cierto y en lo firme, que sobre ellos «sabe». Por ejemplo: en asuntos morales, de sinceridad: reconocer que no «sabe» con saber de ideas o de ciencia cuando su tipo de conocimiento no llega a tales tipos supremos; de sumisión moral a los dioses, sé (οἶδα) que desobedecer a los dioses y faltar a la justicia es malo y vergonzoso (Apol. 29b).
3. Sócrates no posee el saber atribuido vulgarmente a los filósofos, mejor a los sofistas: rebuscar lo celestial y lo terrestre y ser enderezador de malas razones (Apol. 18b, 19b, 23d), cosas que todos los del vulgo tenían a mano (πρόχειρα) para calumniar con ellas a los filósofos y para ridiculizarlos, cual hizo Aristófanes (Nubes, 218 y ss.), aludido aquí por Sócrates (19c). Sobre todos estos puntos «no sabe ni poco ni mucho» (ibid.). Y no es que desprecie (ἀτιμάζων) tales conocimientos, si es que hay alguien que en ellos sea sabio (σοφός), sino que ni entra ni sale en ellos, no le interesan (οὐδὲν μέτεστιν), ibid.)
4. Con todo, el conocimiento «humano» puede ser lugar de aparición y de revelaciones divinas o demoníacas, con misiones concretas a realizar; sólo que estas misiones se encaminan, en el caso de Sócrates, no a enseñar «lo divino», lo celestial o los secretos de la diosa Tierra, sino a reducir la sabiduría humana a sus justos límites: misión divina de reducción a modestia. Y así, al decir el oráculo de Delfos a Querofonte que no había hombre más sabio que Sócrates, no le dice o explica en qué consiste y se cifra esta peculiar excelencia de la sabiduría de Sócrates, sino lo deja «en enigma»; y Sócrates, que modestamente no se tiene ni por secretario de Dios ni por ventrílocuo de Dios, adivina que tales elogios divinos no son un privilegio a imponer a los demás, algo así como una infalibilidad positiva, capaz de constituirle en proclamadogmas y lanzaanatemas, sino un penoso deber de reducir las pretensiones humanas a sus justos límites. Y primero, reducir las suyas; para ello se dirige a todos los que tuvieran que enseñarle algo, y se dirige a ellos para aprender; y, en efecto, le enseñan algunos muchas cosas que no sabía (Apol. 22d). Lo mismo se verá en el diálogo Eutifron, en el Critón, en el Ion y en tantos otros. Pero, una vez reconocido que hay quienes saben más en sus artes y en sus ciencias, y aprendido de ellos más o menos, nota Sócrates que tal conocimiento adolece de un grandísimo defecto: es de suyo conocimiento humano, mas el conocer le atribuye propiedades del conocimiento divino, lo cual no es sino tenerse a sí mismo por Dios. De ahí ese carácter de universalidad y omnisciencia que cada técnico, por serlo en su arte o ciencia, se arroga sobre los demás dominios del saber y del hacer (Apol. 21c y ss.). Y la misión de Sócrates consistirá no en hacerse el Dios sino en mostrar que ni él ni los otros lo son. Que esta faena negativa: presentarse como no Dios y desenmascarar a los que, directa o indirectamente por medios y teorías bien sutiles a veces, se las dan de Dios o infalibles, es la única misión «divina» que puede caberle a un simple mortal. Que cuando un hombre se las da de Dios, de representante de Dios, de positivamente infalible por sí o por gracia o encomienda de otro tenido por Dios, se descubre en él, por mucho que quiera disimularlo, esa terrible soberbia, intransigencia y método que Sócrates describe aquí tan despiadadamente, y cuyo desenmascaramiento le ocasionó la muerte y la ocasiona aun hoy en día, que como dice él mismo: «no hay por qué este proceso se detenga en mí» (Apol. 28a-b).
5. Por esto, como contera de todo, da Sócrates su juicio sobre la sabiduría humana, en cuanto tal: «de poco o nada es digna la humana sabiduría» (Apol. 23b); y el hombre que algo se cree saber «no es digno de nada, si se parangona su sabiduría con la Sabiduría» (Apol. ibid.).
De modo que el máximo oficio que, respecto de la Sabiduría, puede caberle al hombre se reduce a que el Dios lo tome de paradigma: de lugar en que Dios muestre (παρά-δεῖγμα; παράδειγμα) a los demás que aquél de entre los hombres será el más sabio, el sapientísimo, que, cual Sócrates, reconozca que nada vale su sabiduría frente a la Sabiduría (Apol. 23b).
Mas para establecer este parangón entre la sabiduría humana y la Sabiduría y el consiguiente juicio de valor, ¿no será menester un conocimiento «positivo» de la Sabiduría?
Recuérdese lo dicho sobre la distinción que parece flotar en los diálogos estrictamente socráticos entre lo divino y los dioses, lo demoníaco y los demonios; y se verá que lo divino, lejos de dar origen a una serie de proposiciones concretas, de dogmas catalogados, de verdades con contenido positivo propio, hace el efecto contrario, como consta por toda la historia de la mística: noche oscura de sentidos y potencias cognoscitivas, de toda clase de conocimiento natural y sobrenatural, y sólo le da al hombre la sensación de sentirse en un ser con seguridad, sentirse firme en firme, solo a solas con el solo, μόνος μόνῳ, como dirán respectivamente Santa Teresa, Platón y Plotino. Y esta sensación «global», no descomponible ni formulable en proposiciones o dogmas, de seguridad del propio ser por estar firme sobre el ser, repercute y vibra por todas las palabras y obras de Sócrates.
La sabiduría de Sócrates es, por tanto: a) Pura y simplemente humana, desde el punto de vista del contenido; b) Mas tiene algo de divino o demoníaco por la seguridad de su entrega total a lo divino, no a los dioses; pero este componente de seguridad divina no es un «contenido» o un conjunto de proposiciones verdaderas, ni científicas ni no científicas.
c) La sabiduría humana puede tener una misión divina, no positiva, o dogmatizante, sino negativa: la de llegar a sentirse no ser Dios —cual Júpiter o Apolo, sabios positivamente—, mas sí a poder sentirse divinos, firme en el firme. Y la faena social de la filosofía consistirá en suscitar en los demás esa vivencia ambivalente: hacer sentir a todos que ninguno es Dios, mas que todos son divinos. Y así, al final del Ion, dirá Sócrates, al pobre rapsoda, acorralado y avergonzado ya de sus pretensiones de ser Dios o Apolo, que sabe de todo hasta de general, aquella maravillosa alabanza: «Esta belleza es la que te ha cabido en suerte, la de ser divino (θεῖον εἶναι) y no la de ser ensalzador técnico de Homero» (Ion, 542b).
Si disponemos, por tanto, en una doble serie los tipos de «seres» (I) y los tipos de «modos de ser cósmicos» (II):
I) Animales, hombres, demonios, dioses,
II) Mortal, demoníaco, divino,
en que los «seres» de la serie (I) pueden vivir, asimilarse y sentirse mantenidos por alguno o algunos de los miembros cósmicos de la serie (II), veremos que la tesitura del saber socrático parte propiamente del estado de filósofo para establecerse en el de sohós o sabio, en cuyo estado se presentan indicios, señales, avisos de los divino y de los dioses, sin que, con todo, el hombre Sócrates pueda llegar a ser Dios, a hacerse de tal manera y en tal grado con lo divino que resulte uno de los dioses.
Y lo que de divino se presenta en el hombre no pasa de esa categoría ínfima y discreta de aviso, señal, frenazo (ἀποτρέπει), enigma; sin llegar al tipo de conocimientos positivos, propios de los dioses.
III. Introducción técnica
A. Detalles externos del proceso contra Sócrates
La acusación escrita (γραφή) contra Sócrates fue presentada ante el arconte rey (Eut. 2a) por Meleto. Era el año 399 antes de nuestra era y contaba Sócrates setenta años y unos meses. La fórmula de acusación estaba concebida más o menos en los términos siguientes: «Sócrates es culpable de no reconocer los dioses que la ciudad reconoce y es además culpable de pervertir a la juventud». «Pena que se pide: la de muerte.» Ésta es la forma con que nos la ha trasmitido Jenofonte (Memorabilia Socratis, I, 1), menos la frase referente a la pena, que se deduce de la Apología de Platón, según testimonio del mismo Sócrates: «este varón me tiene por digno de muerte» (τιμᾶται μοι ὁ ἀνὴρ θανάτου, Apol. 36b).4Ahí leemos: τιμᾶται δ᾽ οὖν μοι ὁ ἀνὴρ θανάτου.
Pero la expresión de la acusación que contra Sócrates formulaba la fama y las hablillas populares, base política, resonador y aun amplificador de la acusación oficial, como reconocía el mismo Sócrates (Apol. 19b), era del tenor siguiente: Sócrates falta a la justicia y es un entrometido porque rebusca lo que la tierra oculta y las cosas celestiales, endereza en buenas las malas razones y enseña tales cosas a otros (Apol. 19b-c).
Acusación popular y difusa, que era, a su vez, parte de las acusaciones comunes contra todos los filosofantes (τὰ κατὰ πάντων τῶν φιλοσοφούντων): «se meten a investigar las cosas celestiales y las subterráneas, no creen en dioses y convierten en buenas las malas razones» (Apol. 23d).
La redacción de Meleto no dejaba, pues, de ser hábil, pues explotaba entre otras cosas la desconfianza populachera contra los filósofos o investigadores valientes de cielos y tierra, y sobre todo esa sensibilidad primitiva y quisquillosa propia de la forma que tiene que adoptar lo religioso en una colectividad compuesta de muchos que son cada uno uno de tantos o Don Cualquiera (Das Man, de Heidegger): la sospecha de ateísmo, en que la gente junta por una especie de pánico cósmico y de potente miedo difuso todos los males habidos y por haber. Este miedo cósmico difuso fue el que, hábilmente aprovechado por el político Meleto para otros fines suyos inconfesables —resentimiento, envidia…—, obtuvo el número suficiente de votos para condenar a muerte a Sócrates.
Si bien es verdad, como queda dicho en la introducción sentimental (B), que lo divino, como el mar en bloque, es lo que mantiene y da esa sensación de seguridad en el ser a los seres particulares, contingentes tal vez en cuanto cosas, con todo hay que añadir, y tal vez sea Heidegger quien lo haya visto por primera vez, que tales sentimientos o sensaciones radicales tienen que adoptar una forma derivada, de seguridad en colectividad, de seguridad en rebaño, cuando los vive Don Nadie o uno de tantos de una colectividad. Y en este caso la defensa colectiva contra el que toca en lo más mínimo esa radical sensación de seguridad en el ser, que constituye el hondón del fondo del sentimiento religioso, toma el aspecto de defensa vital, de contraataque contra la vida misma del que, por vivir lo religioso no a la manera de Don Nadie —colectividad, iglesia, sociedad, compañía, congregación…—, sino cual «yo mismo», parece conmover los fundamentos de la seguridad del ser colectivo y del ser de cada uno de los de tal colectivo.
Y esto pasa no sólo en religiones que expresan con mitos y leyendas sus convicciones y seguridades vitales, sino en las que formulan con proposiciones dogmáticas, con pretensiones racionales, ese mismo sentimiento básico de seguridad en el Ser. El preferir el modo de expresión proposicional-dogmático sobre el modo de expresión mitológica no tiene valor religioso sustantivo. De seguro que si en la época histórica en que nace una religión el ambiente está dominado y saturado por una mentalidad poética, se considerará la expresión «poética» de lo religioso como la forma de expresión superior y más adecuada (menos inadecuada); y si durante los dos siglos pasados y el presente viniera o hubiera venido al mundo occidental una nueva religión expresaría sus dogmas no con los conceptos filosóficos clásicos sino con los matemático-lógicos.
Pues bien: Sócrates y la filosofía naciente tuvieron que enfrentarse con esa atmósfera religiosa de expresión mitológica, solo en la cual creía poder respirar la religiosidad popular, societaria y borreguil de la pólis griega; y la gente de entonces, como la de ahora y siempre, se sintió atacada en la seguridad de su ser cuando se le tocó esa forma especial que había adoptado la religiosidad. Por esto, porque allá en el hondón del fondo, la gente vive esta forma de expresión religiosa como «la» forma de sentirse seguro en el ser, no se puede tocar nada ni mover piedra alguna, ni investigar lo del cielo ni zahondar en la tierra ni enseñar a nadie tales secretos nefandos y peligrosos.
La condenación de Sócrates es, pues, un caso modélico de autodefensa de la religiosidad popular de forma mitológica contra otro tipo de religiosidad «lógica», naciente por virtud de los filósofos; y, a su vez, cuando la expresión filosófica de la realidad íntegra pase a primer plano y valga cual la suprema, el cristianismo, que casualmente nace entonces, la adoptará inconscientemente por «su» modo de expresión, y se llegará a constituir una teología dogmática y ese tipo de resumen popular para Don Nadie que es el catecismo; y de nuevo sucederá que todo hereje deberá ser condenado a muerte no precisamente porque nieguen el contenido filosófico puro de que «en Cristo haya una persona», sino porque cada uno de todos los de ese todo que se llama Iglesia sienten que, al tocar ese detalle, se les hunde todo su ser, pierden la sensación radical de seguridad entitativa que da lo religioso. El defecto de toda religiosidad vivida en plan de uno de tantos consiste precisamente en que no sabe separar en tal sensación de seguridad lo que proviene de lo divino y lo que se debe a los dioses, constelación divina propia de un momento histórico.
Y bajo este punto de vista los griegos que condenaron a muerte a Sócrates hubieran igualmente condenado a San Agustín, a Santo Tomás, a Leibniz o a Kant. Y no hay duda de que si las religiones positivas actuales pudieran, además de condenar libros en el Índice, matar al autor de los libros, lo hicieran como lo han hecho siempre que el ambiente histórico-político se lo ha permitido. Es, pues, el proceso de Sócrates un proceso religioso y un modelo de los procedimientos religiosos de toda época.
Así que nada tiene de particular que los razonamientos que pasaron durante el proceso resulten flojos, que aun parezca a ratos que Sócrates va a ganar la partida; Sócrates sabe muy bien que la tiene perdida por el mero y simple hecho de haber planteado los acusadores el proceso en el terreno religioso y dejado su decisión a una plebe de 502 jueces, sacados a suerte, para mayor desgracia, de entre los ciudadanos mayores de treinta años. Pero en descargo de la asamblea de jueces debe añadirse que por solos treinta votos se condenó a Sócrates.
B. Disposición general de la Apología de Platón
1. Exordio de la defensa que de sí mismo hace Sócrates
(Apol. 17a-18a)
Después de alabar irónicamente la elocuencia desplegada en sus discursos por los acusadores, tanta y tal que por unos momentos (ὀλίγου) casi llegó a olvidarse de sí y de quién era (17a), promete a sus jueces decir toda y sola la verdad, con palabras sencillas, lejos de tecnicismos judiciales cual extranjero en tal lugar —a pesar de sus setenta años, ésta es la primera vez que sube al juzgado—, y termina diciendo: que juzgar si se dice o no verdad es la virtud propia del juez, mas decirla deber propio es del orador.
a. Clases de acusadores
Sócrates distingue dos clases de acusadores:
α) Los antiguos y primeros, innominados e innumerables, fuera de un cierto comediógrafo (Aristófanes, Nubes, 218 y ss.), que han difundido calumniosamente contra él, parte las acusaciones y malicias que contra todo filosofante se dirigen, parte otras acusaciones más propias, culminando todas ellas en la sospecha de ateísmo (οὐδὲ θεοὺς νομίζειν, Apol. 18c), con las circunstancias agravantes de haber difundido tales especies entre jóvenes, sin que nadie saliese a defenderle;
β) Los que ahora presentan acusación por escrito: Ánito, Meleto y Licón.
b. Acusación de los acusadores primeros
Su tenor es: «Sócrates es culpable: por buscar y rebuscar las cosas subterráneas y celestiales, enderezar en buenas las malas razones y enseñar esto mismo a otros» (19b).
α) Y esto, continúa diciendo Sócrates, lo habéis visto representar en una comedia de Aristófanes, en las Nubes (218 y ss.), donde se pasea por el aire, metido en un aparato, a un tal Sócrates con ademanes de observar el cielo. Sócrates apela a sus oyentes para que digan si alguien le oyó hablar alguna vez estos asuntos, de filosofía natural, tan ajenos a las materias de su conversación y preocupaciones.
β) En cuanto a enseñar a otros tales asuntos de filosofía natural la acusación es falsa, porque, como acaba de decir, ni siquiera habla de tales materias. Pero es que hay más todavía: ni siquiera se dedica a enseñar; y menos aún a enseñar por dinero. Protágoras se hacía pagar por curso unas 100 minas, como refiere Diógenes Laercio (IX, 52), Pródico pedía 50 dracmas por un curso de lecciones sobre gramática y un dracma por el resumen de una lección (Platón, Cratilo 384b), mas Sócrates presenta su pobreza como suficiente testimonio de que no ha hecho con sus enseñanzas dinero alguno (31c), si es que se las puede llamar tales. Más aún: ni sus mismos acusadores han llegado a la desvergüenza de acusarle en este punto (31b-c).
Sócrates no entiende ni habla de filosofía natural.
Sócrates no enseña por dinero.
Sócrates ni siquiera enseña (διδάσκει) en forma de cursos, lecciones, ejercicios, repeticiones. ¿Cuál es, pues, su quehacer?, ¿de dónde pueden haber surgido las calumnias? (20c–24b).
Sócrates afirma:
i) Mi nombre de sabio proviene de poseer una cierta sabiduría humana y no sabiduría alguna superior a la humana (20d-e).
ii) Ésta mi sabiduría humana está movida y guiada por una misión divina: la que me fue asignada por el Dios de Delfos. Testimonio de Querofonte (20e-21b).
iii) Y me propone —como faena inmediata interna la de probarme a mí mismo, por respecto al Dios, que el Dios tiene razón al decir que soy el más sabio de los hombres en cosas humanas. Y, puesto que el Dios no puede por constitución fundamental (θέμις, θε–; posición básica, de vez en el orden del ser y del deber ser) mentir, tengo que investigar en qué especial sentido soy yo más sabio que todos los demás hombres (21b-c).
iv) El medio que empleé para probarme que el Dios tenía razón fue el de examinar a los «sabios» —políticos, poetas, artesanos (21c).

v) El resultado fue que algunos de los tenidos por sabios no eran sabios ni en su materia —los políticos—, otros decían cosas sabias y bellas, mas no por «sabiduría» (σοφίᾳ) sino porque les nacía de dentro (φύσει) y por entusiasmo o endiosamiento (22c. Cf. Ion); y otros sabían de sus cosas —los artesanos y técnicos—, pero desmesuraban y sacaban de sus quicios su saber con pretensiones de saber sobre todo. Pensaban saber con esa propiedad de la sabiduría divina, que es la omnisciencia, lo que sólo sabían de hecho con sabiduría humana limitada a su campo (21c–22e).
vi) Y llegué a la conclusión de que era preferible no ser ni sabio con su sabiduría ni ignorante con su ignorancia a tener de vez tal sabiduría y tal ignorancia (22e).
Pero, ¿es que no es posible ser sabio con tales tipos de sabiduría —política, poética, técnica…—, y sin embargo, no caer en el error de tenerse por semidiós y sabelotodo? No es posible, porque ser o pretender ser «sabio» (σοφὸς) o poseer un arte especial o dominio particular de objetos con ese tipo de conocimiento sapiente, encierra ineludiblemente la pretensión de universalidad; y si se trata de dar forma de «sabiduría» a un conocimiento particular —político, poético, técnico…—, se lo desmesura y exorbita. Así que, según esto, ni la política, ni la poética, ni la técnica pueden ser sabiduría, ni los que las cultivan sabios (σοφοί). Aspirante a sabio es, por definición, el filósofo; y filosofía es, por esencia, universal y no se la desorbita al aplicarla a todos los objetos.
Sócrates no cita aquí sus experiencias con filósofos como Parménides y Zenón, o matemáticos como Teeteto , y sería interesante saber si halló también en ellos el mismo defecto.
Pero sus disputas con filósofos de tal altura no parece que le acarrearan consecuencias judiciales ni próximas ni remotas.
vii) De estas investigaciones y desenmascaramientos de pretendidos sabios se le originaron las calumnias y aun el nombre mismo de sabio, pues «los presentes se creen que soy sabio en esas mismas cosas en que muestro que otros no lo son» (23a).
viii) La verdad es que solo el Dios es sabio; y que mi misión consiste en mostrar a los hombres que solo el Dios es sabio y que la sabiduría humana bien poca cosa vale, si es que vale algo, parangonada con la Sabiduría (23a-b).
ix) Contribuyeron a hacerme odioso los jóvenes que pusieron en práctica este mismo método de desenmascaramiento de falsos sabios y de fantasmones (23c-e). Pero Sócrates no se lo reprocha, pues ellos continuaban así la misma faena que a él le había impuesto el Dios.
c. Acusación de los acusadores presentes
Su tenor es: Sócrates es culpable porque pervierte a los jóvenes, no reconoce a los dioses reconocidos por la ciudad, sino a otros nuevos (24c).
Y la respuesta de Sócrates se reduce, a preguntar a Meleto —tal cual lo permitía la ley ateniense al acusado y obligaba al acusador a responder—, qué es educar, y llevarlo a admitir entre acosado y adulador de los jueces, que todos los atenienses hacen a los jóvenes buenos y bellos (καλοὺς κἀγαθοὺς), que todos pueden formarlos en la bondad-bella-de-ver (καλοκἀγαθία), menos él, el infeliz Sócrates (25a).
i) Mas tal conclusión universal es falsa, porque saber educar es —en todos los órdenes, desde el de adiestramiento de caballos…—, cosa de poquísimos o de una clase privilegiada, nunca habilidad pública y común (25b-c).
ii) Si hace algún mal lo hace involuntariamente y para tales faltas involuntarias a nadie se debe llevar ante los tribunales (25c-26a). Sócrates echa mano aquí de su convencimiento de que el mal se hace siempre involuntariamente, y que basta caer en cuenta de que algo es malo para dejar de hacerlo. Pero, dicha la cosa así, cual suele decirse por ahí, es inexacta, porque, para el griego clásico, iban juntos y fundidos o en síntesis original bien y belleza (καλόν, ἀγαθόν), y solo cabía en su moral una bondad bella de ver, y no entraba la simple, dura y poco aliciente bondad; y por complementaria consideración, no contaba en la moral helénica la pura y simple maldad (o los simples contra-valores morales), sino tan sólo la maldad fea de ver (αἰσχρόν). Así que la repugnancia del mal es doble: maldad y fealdad; y correlativamente, la atracción del deber ser constitutiva del bien, era doble: bondad y belleza. Y, por tanto, el conocimiento del bien y del mal no se confinaba a un tipo de conocimiento específicamente moral sino moral y estético (φρόνησις). De consiguiente: mostrarle a alguno que una acción suya era mala era mostrarle que era fea, y este segundo componente tenía entre los helenos especial virtud reformatoria e inhibitoria.
iii) «Los malos hacen mal al que se les acerca demasiado (ἐγγυτάτω) y permanentemente (αἰεί) y los buenos bien» (25c). Con las dos condiciones que aquí señala Sócrates —acercamiento permanente y extremada familiaridad—, tal vez su afirmación sea verdadera, a no ser que, según la segunda parte, los que se acercan así a los malos sean de una bondad tan grande que les haga bien y los cambie en buenos; y fuera del caso en que los malos no sean empedernidos. En fin: que esta réplica pudiera no tener más valor que una respuesta ad hominem para dejar callado a Meleto.
iv) La manera (τώς) como Sócrates pervierte a los jóvenes es, según Meleto, la de enseñarles que no hay dioses; de modo que, según él, Sócrates es «completamente ateo» (τὸ παράπαν οὐ νομίζεις θεούς, 26c). Y Sócrates, como quedó dicho, no explica ante los jueces su propia opinión o la distinción entre lo divino y los dioses, la seguridad absoluta en el ser, propia de lo divino, y la seguridad relativa de los dioses, sino que por un procedimiento, entre satírico y técnico, muestra a Meleto que si según el acta misma de acusación cree en demonios, tiene que creer en dioses, por ser los demonios dioses de estilo inferior 27d-e), como quien admite darse mulos tiene que admitir que se dan caballos y asnos. Es claro, entre mil otras cosas, que si no se admite la eternidad esencial de los dioses pudiera resultar, como en el caso de los mulos, que al tiempo de engendrarse un demonio se diesen el Dios y la ninfa de que tal vez procede, mas, pasado ese acontecimiento, existiese el demonio y hubiera desaparecido su padre Dios.
d. Defensa que de sí hace Sócrates a base de su misión divina
i) Premisa primera: el varón justo que, en algo aunque sea mínimo, pueda hacer el bien, no debe mirar sino el hacerlo y no parar mientes en peligro alguno de vida (28b); premisa que refuerza Sócrates con varios ejemplos de la historia griega (28c-d).
Premisa segunda: en las guerras no se puede abandonar el puesto que uno ha tomado bajo su responsabilidad o que le han señalado los jefes (28 d-e). Y lo confirma con su propia conducta Potidea, Anfípolis y Delio.
Premisa tercera: sería muchísimo más reprensible dejar, por miedo hacia la muerte u otro mal, de cumplir, el mandato del Dios, pues «en este caso se me acusará con fundamento de no creer en dioses» (29a).
ii) Además: no voy a desobedecer el mandato del Dios de Del/os por temor a la muerte, cual si la muerte fuera un mal, cuando nadie sabe si es a lo mejor el mayor de los bienes (29a). Donde es de notar que Sócrates se siente seguro en afirmaciones morales «humanas» y referidas a este mundo: sé de buen saber que faltar a la justicia y desobedecer al mejor —Dios u hombre—, es cosa mala y vergonzosa (29b); en cambio: «no me creo saber sobre el Hades lo que en efecto no sé suficientemente con saber de ideas (εἰδέναι)» (29b). Mas se puede saber con saber de ideas o de vista sensible acoplada con la inteligible (εἶδος, ἰδεῖν) lo que es o pasa en el Hades (Ἅιδης), en el Invisible (ἀ-ἰδῇς; ἀιδής), donde los que allá se encuentran están a su vez hechos de «sombras», de luz opaca, poco o nada visible, y las almas que tales cuerpos fantasmales animan tal vez no puedan pensar a base de «ideas», cual en este mundo.
iii) Sócrates no está dispuesto a desobedecer al Dios, aunque, caso de hacerlo, dejando de probar y de reducir a humildad a los pretendidos sabios, pudiera evadir la sentencia condenatoria (29c–30c). Las razones expuestas en a, b, c, (29c-30c) . Las razones expuestas en i), ii), iii) serían una defensa fundada en su conducta moral, en los principios altísimos que la guiaban y en las decisiones que según ellos ha tomado para la ocasión presente.
iv) Además: la misión divina que ha recibido no es un don personal sino un don social y un beneficio para sus conciudadanos. Y lo confirma porque —con cumplirla sale personalmente perdiendo—, no pide por ella honorarios algunos y que así sea «lo testifica su pobreza» (31c).
v) La misión divina de Sócrates no se dirige a negocios políticos o públicos sino al bien de cada alma, y procurado tal bien con el mayor desinterés de su parte: con el amor desinteresado de padre o hermano mayor (31c-31b). Las veces que se ha visto obligado a intervenir públicamente lo ha hecho mirando ante todo y sobre todo a la justicia, no a su vida o conveniencias, y esto tanto durante gobiernos democráticos como tiránicos (32b–e). Por tanto, parece querer Sócrates que se concluya, mis actividades, por privadas, no entran en la esfera judicial y pública.
vi) Además: ni siquiera como «privada» su misión divina se presta a ataques judiciales; porque «no he sido jamás maestro de nadie» (33a), sino que mi magisterio ha consistido .en dejar que, mientras hablo, me escuche quien lo quiera, joven o viejo. Y parece sobreentender: el derecho de hablar en público, en el agorá, y el de oír es connatural y consustancial al hombre griego; es un derecho inalienable del hombre helénico (33b-c). Y además es, para él, un mandato o encomienda de los dioses (33c).
vii) Además: si, aun dado todo lo anterior, hubiera hecho contra su voluntad y cual efecto no previsto ni querido algún daño a algún joven, lo natural fuera o que el pervertido o los parientes de él fuesen los que subieran a acusarle. Y se da el hecho de que, habiendo entre los presentes muchos de sus oyentes y parientes de éstos, ninguno de ellos le ha acusado ni a ninguno de ellos ha traído Meleto y Ánito por testigos. Al revés: todos ellos están dispuestos a testificar en su favor (33d–34b).
viii) Pudiera, como tantos otros, defenderse «sentimentalmente», entrándoles a los jueces por el lado flaco de la vanidad, de la compasión. No quiere hacerlo, y no por altanería ni por desprecio de la muerte, sino:
- Por respeto a la honra de la ciudad;
- Por respeto a sí mismo, a sus años, a su fama;
- Por respeto a la justicia misma, porque «no se sienta el juez a juzgar para hacer favores con la justicia, sino para administrar justicia» (35c).
3. Actitud de Sócrates ante la sentencia de muerte
a) No le sorprende el resultado condenatorio, sino que el margen de votos en su contra haya sido tan pequeño, a saber (36a).
b) La ley ateniense permitía una contraproposición en el señalamiento de pena para una condenación dada. Contra la pena de muerte propuesta por sus acusadores, Sócrates propone:
- una pena a cumplir por la ciudad misma: alimentarle en el Prytaneo (36d-37a), porque él de ninguna se tiene por digno de castigo, puesto que no ha hecho sino el bien. Así podrá continuar ejerciendo su misión divina en pro de la República;
- no puede elegir la pena de cárcel, pues dejando aparte que no se tiene por digno de mal alguno, preferiría la muerte a la cárcel, pues ésta es un mal humano y la muerte no se sabe si es un bien y el mayor de los bienes o un mal (37b-37c);
- puede proponer como pena el pago de una cierta cantidad de dineros — mientras no sea muy crecida, y no se le imponga como condición estar en la cárcel hasta que la pague, pues esto equivaldría a quedarse en ella toda la vida. La suma que se propone dar como pretendido castigo es la de una mina de plata y, juntando las ofertas de los amigos, la de treinta minas de plata (37b–38b);
- no puede proponer como pena el destierro, pues equivaldría a ser desterrado tantas veces cuantos fuesen los lugares a los que se dirigiera y en que hablase según el mandato del Dios (37c-e);
- ni puede condenarse a silencio, pues esto sería desobedecer al Dios y «perder este bien, el mejor del hombre, que es hacer palabra todos los días sobre la virtud» (38a), y «una vida sin tal ejercicio no es vivible» (ὁ δὲ ἀνεξέταστος βίος οὐ βιωτὸς ἀνθρώπῳ).
c) Sugiere sutilmente Sócrates a sus jueces que no le condenen a muerte, porque ya está condenado a ella por su edad de setenta años, así que la muerte le llegará «automáticamente» (ἀπὸ τοῦ αὐτομάτου, 38c), por sus propios pasos, sin que ellos tengan que cargar ante su conciencia y la opinión extranjera con tal responsabilidad.
d) Si, a pesar de su fama de «orador terrible» (17b) le han cogido sus acusadores, no es por falta de razones sino por falta de desvergüenza y osadía; y no sólo no se arrepiente ahora del procedimiento por él empleado sino que se confirma en él tras la sentencia. No se pueden emplear cualesquiera medios para ganar ni para salvar la vida, sino sólo los justos. Acepta, pues, valientemente su condenación y se atiene a ella (38d–39b).
4. Actitud de Sócrates ante la muerte
a) Se siente inspirado, que los hombres saben predecir mejor que nunca cuando se sienten morir» y predice a sus jueces gran castigo y de la misma especie que el que con su muerte han querido evitar (39c-d).
b) Se siente aprobado por «su señal demoníaca»; pues, a pesar de la complejidad y gravedad de las circunstancias y de lo mucho que ha tenido que hacer y hablar, ni una sola vez se le ha opuesto y frenado (40a-c), señal de que procede bien y de que es para bien suyo lo sucedido.
c) Está muy esperanzado (εὔελπις) de que la muerte sea un bien; pues la muerte es una de dos cosas: o un sueño sin ensueños o un cambio de casa, de la casa de aquí a la del Hades. En el primer caso «fuera gran ganancia»; donde es de notar el poco horror que tenía el griego a eso de «estar para siempre muerto»; en el segundo, tuviera ocasión de cumplir con éxito inverso al de este mundo con su misión de poner a prueba a los hombres, y lo hiciera allá con Homero, Hesíodo…; y, como en verdad, los encontraría sabios y discretos, «su felicidad llegaría al colmo» (41c), sin peligro de que, resentidos y avergonzados, lo condenaran a muerte.
d) Está seguro de que lo mejor que puede acontecerle en estos momentos es el morirse ya (41d); y lo saca del silencio aprobador de «lo demoníaco».
e) Encomienda, por fin, sus hijos a los cuidados de los amigos, recordándoles se preocupen de sus almas y educación antes que de otra cosa alguna (41e). «Mas es llegada la hora de que yo me vaya a morir y vosotros a vivir. Quien de nosotros vaya a lo mejor, cosa es, para todos menos para el Dios, desconocida» (42a).
C. Consideraciones finales
Se ha discutido larga y eruditamente si la apología redactada por Platón reproduce fielmente el contenido y el estilo de la defensa que, por la ley, tuvo que pronunciar Sócrates.
En primer lugar, cuando murió Sócrates, contaba Platón 28 años de edad y unos nueve de convivencia y discipulado con Sócrates. Durante ellos se impregnó tan profunda, apasionada y técnicamente del método socrático que tal impulso, aun muerto el maestro, le bastó para desarrollar y llevar a su culminación una obra que es, en uno, literaria, religiosa, física y dialéctica, centrada siempre en la persona de Sócrates, que centrada en él se hallaba parecidamente la persona misma de Platón. Anonadado por la muerte del Maestro se retiró, según se cuenta, a Megara donde se hallaban otros amigos íntimos de Sócrates, congregados alrededor del más venerable: Euclides de Megara. No es probable que Platón compusiera en aquellos momentos la Apología. Su edad 28 a 29 años, la pasión personal hacia el Maestro, su muerte y en qué circunstancias, el desamparo sentimental en que debió quedarse su alma joven, no parecen propicios para el ambiente de serenidad y mansedumbre que reina y se aspira en la Apología. Tampoco es probable que la pudiera escribir durante sus viajes a Cirene y Egipto, que según parece, tuvieron lugar los años inmediatamente siguientes a la muerte de Sócrates. Por el contrario; a su vuelta a Atenas, por el 396, calmado ya su ánimo, pudo redactar sus recuerdos del proceso de Sócrates en una forma que, respetando los hechos, las razones y sencillez del lenguaje socrático, resultara una apología del maestro por medio de ciertos toques que completasen lo que, por las circunstancias reales del proceso, quedó sin el desarrollo debido o sin el conveniente resalte. Pero estos toques, dada la finalidad del escrito, debieron ser, sin duda, pocos y justificados.
En otros diálogos intentará Platón una justificación por desarrollo plenario de la personalidad e ideas del Maestro; y así el diálogo Eutifrón nos va a ofrecer ya más declaradas sus ideas sobre la religión y el culto, completando de esta manera punto tan delicado de la Apología. El Fedón, por ejemplo, no reflejará ya probablemente el estadio en que Sócrates vivió sus ideas sobre la inmortalidad del alma, sino el estadio del 4esarrollo ideológico del germen socrático en el alma dialéctica de Platón, y parecida proporción podría establecerse entre los estadios de las ideas estéticas en el Ion y en el Fedro, y de la justicia política en el Critón y en la República. Por fin, en la obra de Jenofonte, se nos ha conservado otra Apología de Sócrates. Se ha discutido si es o no Jenofonte su autor; probablemente lo es. Parece haberse propuesto su autor justificar, en primer lugar, la altanera indiferencia de Sócrates durante el proceso y respecto de sus consecuencias; en segundo lugar, resumir lo que Sócrates dijo ante sus jueces; y tercero, traer algunos datos referentes a sus últimos días, a su acusador principal y a los presentimientos que había Sócrates manifestado.
La segunda parte corresponde bastante bien con la Apología de Platón.
En cuanto a otros puntos difieren ambas apologías notablemente, por el estilo literario, que es, en la de Jenofonte, seco y sin la gracia natural que da el tono en la apología de Platón, por la actitud fundamental de Sócrates durante el proceso, que es, en Jenofonte, la de un profeta, orgullosamente consciente de su misión divina, mientras que en Platón es, como queda largamente explicado, modestamente humana, bien ajena de toda pretenciosidad y arrogancia.
Jenofonte atribuye a Sócrates la predicción del fin que tendrán Ánito y su hijo y señala que se ha cumplido. Lo que tal vez permita concluir que esta Apología fue compuesta mucho tiempo después del proceso.
Lea la «Apología de Sócrates» de Platón
Radiografía argumental de la «Apología de Sócrates» de Platón
ADEPTVRIS DOCTRINAM ***